
Cuidado con el robo de identidad y las estafas
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Dan Panosian _SE HAN MODIFICADO LOS NOMBRES DE LA VÍCTIMA Y DE LOS PERPETRADORES._ In English | PARA ALICE LIPSKI, hacer un trabajo bajo los efectos de la metanfetamina era un sueño febril:
el hormigueo en la piel, los nervios alterados, la mente que salta casi cinematográficamente de la idea a la acción. Y la acción, en fin, la acción era el problema, ¿no es así? La droga le
daba la sensación de tener en su interior una bestia voraz que gritaba sin parar: “Vamos, vamos, vamos”. Incluso ahora, de pie en la caja de la tienda con bolsas llenas de mercadería por un
valor cercano a los $2,000 apiladas a su alrededor (anteojos de sol, botas estupendas, pañuelos de seda), su cerebro embriagado de metanfetamina la incita a intensificar su audacia. Y
digámoslo de frente: Helen Anderson era un blanco irresistible. Para un ladrón de identidad en el 2013, se trataba de una mujer de otro tiempo y espacio: acceso a internet escaso o nulo,
extractos bancarios en papel que se enviaban a un buzón sin llave, cuentas pagadas a través de un teclado telefónico. Convertirse en Helen Anderson fue facilísimo. Así que Alice —alta,
rubia, hermosa— y una amiga entraron en Macy’s cerca del horario de cierre para hacer compras. Durante una larga hora deambularon por la tienda de Seattle y pagaron con tarjeta por ropa y
otra mercadería en tres cajas registradoras diferentes. Fue el último cajero quien le dijo a Alice que la cuenta de Anderson había excedido su límite. Así que Alice se indignó, llamó a la
empresa de la tarjeta de crédito y hostigó al representante durante 20 minutos. El servicio de atención al cliente siempre cede. El representante elevó su límite de crédito a $3,000. Y
LUEGO, ALICE COMETIÓ UN ERROR. En su cartera se hallaban las herramientas de su oficio: una tableta, una pipa para inhalar metanfetaminas y 10 licencias de conducir del estado de
Washington con nueve nombres diferentes, todas ellas adornadas con la atractiva cara de ojos azules de Alice Lipski. Alice los había adquirido en el transcurso de varios meses, con la ayuda
de un pequeño equipo de cómplices. Juntos, lograban una peligrosa combinación de cerebros, talento y —estimulados por las metanfetaminas— apetitos insaciables. Estaba Dino, el artista que
labraba documentos de identidad tan convincentes que engañaban a los cajeros de los bancos; Brian, que podía calcular el algoritmo usado para determinar los números de la licencia de
conducir de una persona; y por supuesto, la propia Alice, cerebro de esta pequeña y lucrativa operación. En el lapso de tres meses, ella y su pandilla se habían embolsado casi $1 millón. De
eso ya no quedaba casi nada. Así que Alice volvió para embestir las tarjetas de crédito de Helen por algo así como la millonésima vez. Este trabajo de Macy’s era sencillo. Y el botín era
bien grande, también. Tan grande que, en medio del embrollo de levantar todas las bolsas y hacer su escape de la tienda, ya cerrada, Alice olvidó, sobre una silla, donde descansaba como una
bomba de tiempo, su cartera y todos sus secretos. De esos secretos se trata esta historia. Al fin y al cabo, hay una Alice Lipski en casi todas las ciudades y pueblos del país. En Estados
Unidos, unas 16.6 millones de personas fueron víctimas de robo de identidad en el 2012, según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, y las pérdidas derivadas de este delito
ascendieron a $24,700 millones ($24.7 billion). Eso representa $10,000 millones ($10 billion) más que las pérdidas combinadas producidas por todos los demás delitos contra la propiedad. Y un
estudio realizado en el 2014 por Javelin Strategy and Research determinó que la cantidad de víctimas de robo de identidad aumentó notablemente. Al Pascual, analista investigador sénior en
Javelin, afirma que los piratas informáticos también están mejorando en cómo capitalizar la información que obtienen de las filtraciones de seguridad. En el 2010, uno de cada nueve
consumidores que habían recibido notificaciones de filtración resultaron víctimas de fraude. “En el 2013”, comenta Pascual, “era 1 de cada 3”. Por diversas razones, las personas mayores son
un blanco atractivo para los ladrones de identidad. Comparados con los más jóvenes, tienden a tener mejor crédito y más cuentas a su nombre. A menudo, también son más vulnerables a los
estafadores expertos en tecnología: la tecnología ha hecho más barato y simple aprovechar la cantidad de datos personales e información financiera que antes era privado y a lo que hoy se
puede acceder de manera remota vía internet; pero, además, es menos probable que las personas mayores tengan acceso a sus cuentas bancarias y de crédito en línea, de manera de poder
monitorear su actividad financiera con la frecuencia con que lo hacen los más jóvenes, que tienden a ser nativos digitales. EXISTEN MUCHAS MANERAS DE ROBAR información personal, pero la
mayoría entra en una de dos categorías. “Básicamente, se trata de tecnología poco avanzada contra tecnología de punta”, afirma Melinda Young, la fiscal de King County que supervisó el caso
contra Alice Lipski. “Los ladrones tecnológicamente avanzados están más ligados al crimen organizado y llevan a cabo sofisticadas filtraciones de datos”. Estos son los ataques cibernéticos
que aparecen en los titulares, como el que ocurrió en Target en noviembre del 2013, cuando los piratas cibernéticos se hicieron de 40 millones de números de tarjetas de crédito. No es mucho
lo que puede hacer la gente para defenderse contra esto, sostiene Young, aparte de controlar permanentemente sus cuentas bancarias y de tarjetas de crédito. Los ladrones poco tecnológicos,
por otro lado, utilizan técnicas análogas del mundo real. “Roban correspondencia, hurtan cosas de los autos y entran en las casas para obtener información”, explica. “Hay medidas que uno
puede tomar para prevenir esto”. Pero ¿qué ocurre si el ladrón es una mezcla de ambos: un hambriento delincuente callejero con la paciencia y conocimientos y habilidades de un pirata
cibernético? En otoño del 2012, una enfermera jubilada de 64 años se hallaba a punto de descubrirlo. La jubilación de la enfermera Helen Anderson no llegó con estruendo —una gran despedida
donde sus compañeras rememoraran de Helen su anécdota favorita—, sino con dolor. Durante la mayor parte de su vida adulta, había trabajado en la sala de operaciones de un hospital de
Seattle. Como muchas enfermeras, desarrolló problemas de espalda debido a las largas horas de pie y a la incómoda mecánica que involucra maniobrar pacientes. Un día del 2011, en su trabajo,
sus piernas le empezaron a doler; a última hora de la tarde, apenas podía caminar. Tuvo que operarse de la espalda y nunca pudo retomar su trabajo. Afortunadamente, había planificado bien su
jubilación. Helen contaba con buen crédito, pagaba sus cuentas a tiempo y era dueña de su pequeña casa. Y además, estaba ocupadísima. Su hija, que vivía en Portland, Oregón, tenía sus
propios problemas de salud y debía operarse. Antes de que aquel agosto Helen partiera en el primero de una serie de viajes semanales a Portland, su sobrina, Samantha, se ofreció para
cuidarle la casa y alimentar a su perrito faldero blanco durante la ausencia de su tía. Helen aceptó. La única condición que le puso a Samantha fue: no dejar que nadie más se quede en la
casa. Cuando Helen regresó en octubre, le sorprendió y disgustó hallar que había una mujer llamada Alice viviendo allí. “¿Qué hace acá?”, le preguntó Helen a su sobrina. Alice, explicó
Samantha, era amiga de ella. Se había peleado con su novio y necesitaba un lugar donde quedarse. Samantha le había ofrecido que se quedara un par de días en casa de Helen. “Sé que eres muy
buena gente, así que sabía que dirías que sí”. “Entonces, ¿por qué no me llamaste para preguntarme?”. Esto realmente molestó a Helen: le dijo a Samantha que Alice debía irse para el fin de
semana. Pero en su fuero íntimo, sabía que su sobrina tenía razón: si tan solo la hubiera consultado antes de hacerlo, probablemente no hubiera tenido problemas en alojarla. Y Samantha no
parecía darle importancia; era como si dijera: “Vamos, tía Helen, ¿qué tan mala podría resultar Alice?”. De regreso a su “sitio de trabajo”, en general, un apartamento, ponían manos a la
obra para falsificar documentos de identidad. Dino era el artista. Brian se encargaba de la seguridad, el tipo que instalaba un servidor encriptado para almacenar todos los datos que habían
extraído de computadoras portátiles birladas. Alice era el rostro de las operaciones, la hermosa muchacha californiana que podía entrar a Nordstrom sin despertar sospechas: no llevaba
tatuajes visibles ni dientes arruinados, tenía muy buen aspecto, mostraba buenos modos y se expresaba correctamente. Podía dirigirse a la caja de una cooperativa de crédito, presentar una
licencia de conducir del estado de Washington falsa y salir de allí con cientos de dólares; o aparecer con un cheque robado, falsificado de manera que pareciera que había sido librado a
nombre del blanco de Alice, y cobrarlo. El equipo era un instrumento de fraude bien afinado. Trabajaban bien juntos, dice Alice, porque Dino y Brian eran homosexuales y nunca intentaron
acostarse con ella. Pero había un cuarto integrante del equipo; y al final, tuvo la última palabra. Alice probó por primera vez las metanfetaminas en 1996, a los 17 años de edad. Sus padres
se habían separado a poco de su nacimiento; su padre, surfista y veterano de la Fuerza Aérea proveniente de Huntington Beach, California, la había criado con su madrastra y había mudado a la
familia a Seattle. Pero mientras cursaba la escuela secundaria, durante el verano, Alice a menudo visitaba a su madre, Cindy, en California. Durante una de estas visitas, uno de los amigos
de su madre le pasó una pipa para inhalar metanfetaminas en el garaje. Inhaló, sintió la energía extrañamente urgente de la droga hormiguear mientras recorría su torrente sanguíneo. Y al
igual que su madre, se volvió adicta. Durante un largo tiempo después de eso, Alice fue consumidora y distribuidora, mientras dormía en automóviles y hoteles baratos, atrapada en la órbita
de hombres peligrosos. Fue abusada físicamente, violada y una vez, afirma, secuestrada durante varios días. Dejaba de consumir por un tiempo: su primer período limpio fue de cinco años, del
2005 al 2010, justo después de que tuvo un bebé, cuando se asentó, se comprometió y se mantuvo sobria. Luego recayó. El padre del niño apareció para ocuparse de su hijo, y Alice volvió a su
vida de adicta. Ella llama a esto la resaca o contracorriente de la metanfetamina: “Cada vez que avanzas, te arrastra de vuelta. De algún modo, la droga te quita toda esperanza que haya en
ti”. LOS AGENTES DE POLICÍA saben desde hace tiempo que existe un vínculo entre las olas crecientes de adicción a la metanfetamina y el robo de identidad. Algunos expertos afirman que la
mitad o más de los ladrones de identidad procesados son adictos a la metanfetamina. Ese es otro tema con los tweakers, término de jerga popular en inglés para referirse a los adictos a la
droga. Están llenos de ideas. Se mantienen despiertos durante días, concibiendo nuevas maneras inteligentes de obtener más dinero para conseguir más drogas. “Los años de los tweakers son
como los años de los perros”, dice Alice. “Vivimos siete años por cada año que vive tu gente, porque estamos despiertos las 24 horas del día, los siete días de la semana y acelerados al
máximo”. Al principio, dice Alice, no estaba directamente involucrada en el fraude. Pero entre su equipo de consumidores de metanfetaminas y parásitos surtidos no era nada fuera de lo común;
todos lo hacían. Alice observó, vio cómo se hacía y pronto ofreció sus ideas. “Una vez que descubrí que era buena en esto, me prendí”, dice. “La mayoría de los criminales van tras la
gratificación instantánea. Yo puedo esperar. Puedo sentarme y esperar y mantenerme a salvo”. Fue entonces cuando conoció a Dino, el genio en falsificar documentos de identidad. “Podía hacer
cualquier tipo de documento de identidad que quisieras. Él y yo nos dedicábamos a drogarnos y a discutir ideas, y llegábamos a cosas increíbles. Juntos éramos una pesadilla para
cualquiera”.Alice había establecido una red de traficantes de sus épocas de distribuidora de drogas. Cuando se inició en el robo de identidad, los llamó y los presionó para que se pusieran a
su servicio. Los enviaba a robar correspondencia y violentar autos para cazar computadoras portátiles y teléfonos y carteras. En ocasiones, lo hacía ella misma, pero prefería trabajar
segura detrás de bambalinas. Su verdadero don estaba en el uso de las computadoras. Después de que su gente forzaba y tomaba la información personal de la víctima, Alice se metía en la red
para pescar detalles tales como cumpleaños, apellidos y direcciones anteriores, para lo cual los sitios genealógicos y los servicios de verificación de antecedentes en línea fueron
herramientas útiles. Armada de un extenso expediente de claves probables y datos personales, se ponía a trabajar para establecer nuevas cuentas de crédito y perfiles en línea, abriéndose
camino subrepticiamente en la vida financiera de las personas. Parte de la emoción pasaba por el desafío intelectual de vencer el sistema. No importaba de qué banco o compañía de tarjeta de
crédito se tratara: si Alice quería, encontraba una manera de ingresar. “Se trata de compañías de miles de millones de dólares, con enormes barreras de seguridad”, explica Alice, “y yo podía
atravesarlas. Es muy estimulante para el ego”. Y, se decía, en realidad no estaba dañando a nadie. Los bancos y las compañías de tarjetas de crédito eran los que mordían el anzuelo del
fraude; los desconocidos cuyos nombres y cuentas robaba estaban cubiertos. Y además, al principio Alice solamente se introducía en las cuentas y luego vendía a otro la información, “así que,
de hecho, no era yo la que destruía la vida de nadie”. Tal vez por eso, cuando una amiga llamada Samantha le ofreció a Alice quedarse en casa de su tía Helen unos días en octubre del 2012,
a Alice le resultó tan sencillo sacar provecho de la situación. Después de todo, la pequeña casa estaba atestada de recibos de tiendas y —el premio gordo— correspondencia sin abrir. Era el
paraíso de los ladrones de identidad. TAL VEZ HELEN DEBERÍA HABER SABIDO que podía volver a pasar. Unos 15 años atrás, la hermana de uno de los compañeros de Helen en el hospital vivió con
ella una semana. Más tarde, la mujer logró abrir una tarjeta de crédito a nombre de Helen. Cuando Helen descubrió la estafa, la mujer saldó la deuda y cerró la cuenta, y eso fue todo. Así
que cuando el gerente de sucursal de su cooperativa de crédito la llamó el martes 25 de octubre, poco después de haber regresado de Portland, le dio mala espina. Su cuenta contenía su último
pago del Seguro Social y de su pensión, y acababa de transferir unos $2,500 de su cuenta de ahorros para pagar el impuesto inmobiliario. Pero el gerente le decía algo sobre haber cargado
$300 a una tarjeta de débito que nunca había usado. Peor aún, dijo, la cuenta estaba en rojo. El lunes, Helen acudió a la oficina de su cooperativa de crédito para llenar una declaración
jurada de fraude. El dinero perdido le fue restituido rápidamente, y eso pareció resolver el problema. Pero unos días más tarde, temprano a la mañana, llegó otro llamado telefónico. Esta
vez, de Wells Fargo. ¿Acababa de cargar $5,000 a una tarjeta de crédito que nunca había usado antes? Esta era más alarmante. La tarjeta había sido activada desde su hogar la semana anterior,
y el saldo había sido pagado con uno de sus propios cheques para elevar su límite de crédito. Helen volvió a su cooperativa de crédito. Mientras revisaba su cuenta, el gerente le preguntó:
“¿Transfirió usted recién $500 de esta cuenta corriente para pagar la factura de su tarjeta American Express en línea?”. No, no lo había hecho; no pagaba sus cuentas en línea. “Es preciso
que haga una denuncia policial”, dijo el gerente. Esto fue solo el comienzo. A unas pocas millas de distancia, Alice Lipski ensamblaba metódicamente el facsímil digital de Helen Anderson.
Con un poco de labor detectivesca en los medios sociales y una verificación de antecedentes en internet, descubrió el cumpleaños de la madre de Helen y logró acertar las preguntas de
seguridad y reactivar una tarjeta de cliente cancelada de la tienda Costco, definiendo nuevas preguntas de seguridad que solamente ella conocía, bloqueando así a Helen el acceso a su propia
cuenta. Una vez dentro, suscribió a Helen a un servicio de monitoreo de crédito. Como muchos servicios de este tipo ofrecidos por bancos y compañías de tarjetas de crédito, estaba diseñado
para proteger a los clientes del robo de identidad. En cambio, exponía el historial crediticio completo de Helen. “Básicamente, el servicio diseñado para protegerla es lo que me dio acceso a
todo en su vida”, comenta Alice. EL INFORME REVELÓ UNA MINA DE ORO que contenía viejas cuentas de crédito: durante toda su vida, Helen había adquirido docenas de tarjetas de tiendas y
bancos. La mayoría estaban hoy inactivas; algunas, Helen ni siquiera recordaba haberlas abierto. Y Alice las halló todas: Chase, Wells Fargo, Nordstrom, Macy’s, Sears, Visa, American
Express, Capital One. Entonces denunció la pérdida o robo de las tarjetas de crédito, para que las compañías le asignaran a ella nuevos números, con su propia información de nombre de
usuario y código para iniciar sesión. Mandó hacer documentos de identidad con su foto y los datos de Helen. Por último, ordenó que se retuviera la correspondencia de Helen y que fuera
reenviada primero a la dirección del novio de Alice, luego a un apartado de correos, para que Helen no recibiera sus nuevos resúmenes. (Naturalmente, para pagar al correo los $15 mensuales
que costaba la casilla, Alice usó una de las tarjetas de crédito de Helen). Su correo basura seguía llegando, así que a Helen le tomó semanas darse cuenta de que los cheques, las cuentas y
otros documentos financieros habían dejado de llegar a su casa. Su existencia financiera, en efecto, le había sido expropiada. “Yo sabía todo sobre ella”, indica Alice. “Y lo que no sabía,
lo modifiqué como yo quería que fuera”. Helen empezó a recibir más llamadas de compañías de tarjetas de crédito sobre transacciones sospechosas. Quienquiera que tuviera las tarjetas de Helen
parecía estar pasando un muy buen rato. Muchas cuentas de casinos de diversos puntos del corredor I-5, altísimos pagos con tarjeta de crédito por neumáticos nuevos y extravagantes cubiertas
para las llantas, gasolina, comida, ropa. Estima que más de $30,000 se gastaron en su nombre. En un mundo que hacía tiempo había dejado atrás la manera analógica de negociar, Helen semejaba
una extranjera anclada en un país cuyo lenguaje y costumbres no podía ni empezar a descifrar: “Llamaba a una compañía de tarjetas, me pedían mi número de cuenta y contraseña, y no podía
darles ninguna de las dos cosas”. Todo lo que podía hacer era ir en persona hasta los bancos y las tiendas para mostrarles su licencia de conducir en un esfuerzo por probar quién era ella.
Cancelaba las tarjetas, reseteaba la información y la vida volvía a la normalidad por unas semanas. Luego, una nueva ola de ataques. He aquí algo que nadie te cuenta sobre el robo de
identidad, lo que aprendes solamente después de que te pasa a ti: el acto de esfumarte. Empiezas a desaparecer. Tan meticulosa era la apropiación que hacía Alice de la historia de vida de
Helen, que Helen se encontraba discutiendo con funcionarios bancarios y empleados postales sobre detalles de su propia vida, como el nombre de soltera de su madre, sus viejos empleos y
direcciones. “No podía probar quién era yo, porque ella podía probarlo con más facilidad que yo”, explica. “Me sentía como si fuera un ser no humano”. EN EFECTO, ALICE PRONTO ADQUIRIÓ LA
AUDACIA SUFICIENTE como para hacerse pasar por Helen en el mundo real igual que lo hacía en el digital. Armada con el número de Seguro Social de su víctima (que obtuvo de una nueva tarjeta
de Medicare que había sido enviada a Helen por correo) y lo que se veía exactamente como una licencia de conducir válida en el estado de Washington —con su foto en ella—, Alice podía entrar
en las tiendas y convencer a las cajeras de que le permitieran cargar la mercadería en las cuentas de las tarjetas de crédito de Helen sin tener con ella la tarjeta, a veces incluso sin el
número de cuenta. Para impedir que todas estas cuentas se excedieran sus límites, Alice pagó con cheques incobrables de otras víctimas de robo de identidad. Pagaba los saldos y usaba las
tarjetas hasta que el banco descubría que los cheques no eran válidos, lo que podía tomar 30 días. En febrero, los ataques de Alice se intensificaron. Su novio Matt fue atrapado con una
pistola cargada mientras esperaba en la cola de un supermercado. Los policías registraron su automóvil y encontraron un escondite con metanfetamina, éxtasis y otras drogas. Alice necesitaba
$10,000 para pagar la fianza. Los encontró a través de una fisura en los procedimientos de seguridad de la cooperativa de crédito que le permitió a Alice vaciar la cuenta de Helen, además de
las cuentas de otras tres víctimas. Como garantía para asegurar la fianza, prendó el crédito de Helen, incluso el valor líquido de su vivienda. Y… Voilà! Matt estaba libre. Y Helen ni
enterada, hasta el día en que recibió un llamado de una compañía de fianzas. Hubo momentos durante estos meses en los que Helen perdió las esperanzas de librarse alguna vez de la sombra de
su otro yo. “Solamente quería morirme”, dice. “Quería irme a dormir y no despertarme, porque estaba tan cansada de que no terminara nunca y no sabía qué hacer”. Pero la verdad era que —esa
noche de viernes de abril cuando olvidó su cartera en Macy’s— las cosas se estaban desmoronando para Alice. Quería salirse de esta vida. Su adicción a la metanfetamina estaba empeorando, a
pesar de sus esfuerzos por dejarla. ¿Y el novio por quien había pagado la fianza? Se suponía que los dos juntos iban a dejar de consumir. Pero en lugar de ello, él salió inmediatamente y se
drogó con sus viejos cómplices, Dino y Brian. Alice estaba destrozada. E incluso cuando había acumulado cientos de miles de dólares en falsos pagos con tarjeta durante los últimos años,
también, de algún modo, estaba sin un centavo. Se había enemistado con Dino y Brian por su consumo de metanfetaminas desde que había sacado a Matt bajo fianza, así que estaba sola. Sin
manera de hacer más documentos de identidad falsos, todo lo que tenía era su computadora portátil y los 10 documentos de identidad en su cartera para mantenerse a flote. Pero todavía podía
exprimir a una víctima, la misma a la que le había estado dando tan despiadadas palizas en los últimos meses: Helen Anderson. Con todas esas líneas de crédito por explotar, Helen era el
obsequio que perduraba. Eso fue lo que llevó a Alice a Macy’s, donde Helen tenía una cuenta personal. Alice acumuló una cuenta de $1,823, logró persuadir a cuatro cajeros y a un gerente de
tienda, y pasó 20 minutos al teléfono con la compañía de la tarjeta de crédito intentando —con éxito— aumentar el límite de crédito de Helen. Después de todo eso, solamente deseaba tomar sus
bolsas y largarse de ahí. No fue sino hasta volver a casa que se dio cuenta de que había dejado olvidada su cartera. “ESO ES LA METANFETAMINA”, dice Alice. “Te da la confianza en ti mismo
necesaria para entrar en un espacio público, pagar a crédito $2,000 en mercadería pretendiendo ser otra persona, y dejar olvidada una cartera con todo lo que la policía necesita para
condenarte”. Alice volvió por la cartera a la mañana siguiente, pero para entonces, el personal de seguridad de la tienda ya la había revisado y había descubierto los 10 documentos de
identidad falsos. Alice huyó antes de que la policía llegara. Les tomó seis semanas, pero los detectives de la policía de Seattle llegaron hasta Alice el 24 de mayo. Ella se lo veía venir;
tan segura estaba de ello que hizo esfuerzos por dejar de consumir metanfetamina las semanas anteriores, para no tener que soportar la desintoxicación mientras estuviera detenida. En cierta
medida, sabía que tenían que atraparla. Pensaba que solamente podría dejar de consumir si la encerraban. Cuando un equipo de oficiales del Departamento Correccional apareció en la casa donde
estaba quedándose para llevarla a la estación de policía —East Precinct— de Seattle, la tarde del viernes anterior al Día de los Caídos, ella fue tranquilamente. Le imputaron 10 cargos de
robo de identidad. Según los investigadores, Alice Lipski y sus cómplices habían robado $900,000 utilizando los perfiles de crédito de Helen Anderson y de docenas de víctimas más. La segunda
vez que Helen posó sus ojos sobre la impostora fue en una audiencia de sentencia en diciembre del 2013. Ya no estaba frente a la muchacha de aspecto agradable que encontró viviendo en su
hogar, allá por octubre del 2012; Alice estaba desarreglada, con el cabello sucio y sin maquillaje. Vestía un overol naranja de prisión y miraba directo al juez, evitando el contacto visual
con su víctima. Helen estaba decidida a asistir a la sentencia. Los fiscales le preguntaron si sabía del acuerdo al que habían llegado: Alice se declaró culpable de siete cargos criminales
de robo de identidad y accedió a ingresar en un programa residencial para tratar su adicción. Si se mantenía sin consumir y no reincidía en sus delitos, no iba a pasar más que los nueve
meses de prisión que ya había cumplido mientras esperaba la sentencia. Helen estaba furiosa. “Francamente, me gustaría que pasara el resto de su vida en prisión, para que sepa cuánto me ha
afectado esto”, le explicó al juez. “Porque arruinó mi vida”. Los costos monetarios del robo de identidad, en gran medida, son soportados por los bancos, las compañías de tarjetas de crédito
y los negocios. En el caso de Helen, todos los fondos que le fueron robados le fueron restituidos una vez que presentó las denuncias policiales, si bien su puntaje crediticio se derrumbó
100 puntos en los meses en que Alice operó. Pero el daño real, como muchas víctimas informan, es el psicológico: el sentirte violado, el saber que tu hogar, familia e información están
comprometidos. Después de los ataques, Helen vendió su casa de más de 40 años y se mudó con su madre de 95 años. Su futuro financiero sigue siendo incierto, incluso aunque se empeña por
recuperar su crédito perjudicado: se siente frustrada por todo el papelerío involucrado en procurar que las oficinas de crédito corrijan su historial y es fatalista sobre la posibilidad de
fraude futuro. “Mi información está al alcance de cualquiera”, dice. PERO AL MENOS EN UN ASPECTO TUVO SUERTE. Únicamente un minúsculo porcentaje de casos de robo de identidad llegan a
juicio con éxito. Helen, por lo menos, pudo ver a su verdugo ante un tribunal. Y cuando lo hizo, de algún modo su enojo se mitigó. Alice, supo, era madre de un niño pequeño. También era una
adicta cuya propia madre luchaba contra su adicción y, en el 2013, sucumbiría a ella. Así que cuando el juez le preguntó a Helen qué opinaba del trato que Alice había cerrado con la
fiscalía, cedió. “Si puede seguir la rehabilitación, dejar las drogas… y forjar una vida para ella de una manera honesta, entonces eso es lo que espero para ella”. Y eso es precisamente lo
que Alice Lipski dice que está intentando hacer. Hoy está fuera de prisión, trabaja en un puesto básico por el sueldo mínimo en un restaurante y alquila un pequeño apartamento. Los términos
de su acuerdo le exigen mantenerse alejada de las drogas; todas las semanas se somete a un examen de drogas. “No sé exactamente qué es lo que me espera”, dice. “Tengo que darme la
oportunidad de descubrir qué puedo hacer cuando no estoy haciendo algo malo”. Ayudar a difundir cómo evitar el robo de identidad, piensa, es parte del proceso. “Aunque fue un camino
realmente arduo”, dice, “creo que descubrí quién soy”. _Doug Shadel, exinvestigador de fraude de la Procuración General del estado de Washington, es autor de _Outsmarting the Scam Artists:
How to Protect Yourself From the Most Clever Cons _(AARP/Wiley); también es director estatal de AARP Washington._ TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: * 10 formas de ahorrar mucho dinero con cupones