El costo de la guerra para los ancianos de ucrania

El costo de la guerra para los ancianos de ucrania


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_Los ucranianos mayores —aislados, con frecuencia pobres, con mala salud y vinculados emocionalmente a su hogar familiar— sufren de un modo inigualable y tremendo. La familia Lupinos no es


una excepción. Los más jóvenes ahora están refugiados, y los mayores se aferran a su hogar en ruinas en el frente de batalla. Su hija, Tamara, intenta sin descanso unirlos a todos. Esta es


su historia._ LA DECISIÓN DE TAMARA Tamara Lupinos, Zaporizhzhia, Ucrania. OLEKSII FURMAN TAMARA LUPINOS, de profesión bióloga, vive sola en un apartamento de una habitación en una ciudad


industrial en el sur de Ucrania. Tamara tiene 64 años y también es una abnegada madre, abuela e hija que rechazó trabajos mejor remunerados en otros lugares para vivir en Zaporiyia, una


ciudad extensa y llena de edificios de la era soviética emplazados a orillas del río Dniéper. “Aquí estoy cerca de mi trabajo”, me cuenta cuando nos encontramos cerca de su apartamento, “y


solo a una hora en automóvil de la casa de mis padres”. Antes del 24 de febrero, la vida de Tamara era tranquila, aunque difícil. En los últimos tiempos, el trabajo había sido estresante en


el instituto de investigación botánica donde dirige el Departamento de Mercadotecnia; se habían producido ausencias por la COVID-19 y había falta de fondos. A fines de febrero, Tamara, una


mujer atractiva y bien arreglada, con zapatillas de deporte brillantes y un carácter cálido y alegre, todavía se estaba recuperando de un largo y difícil episodio de COVID-19 y de una lesión


en la espalda que le hacía muy difícil subir las escaleras a su apartamento en el noveno piso. De izquierda a derecha: Anastasia, la hija de Tamara, con su marido, Dmytro, y su hija, Kira,


en la playa en tiempos más felices. CORTESÍA DE LA FAMILIA LUPINOS Sin embargo, empezaba cada día con alegría cuando llamaba a sus padres en la ciudad vecina de Orijiv para ver cómo estaban.


Normalmente era su madre, Halyna, de 87 años, quien atendía el teléfono para compartir sus novedades y las del padre de Tamara, Mykola, de 92 años, que había sobrevivido a un cáncer y a dos


derrames cerebrales. Para Tamara, esta era la primera de varias llamadas que hacía para hablar con sus padres cada día antes de que todos se fueran a dormir. También llamaba a su hija,


Anastasia, de 28 años. Tamara no solo es la única cuidadora de sus padres mayores, sino también una abuela cariñosa y una fuente continua de apoyo emocional para su hija, que entonces criaba


a su propia hija Kira, de 4 años, con su marido Dmytro, de 36, en un apartamento en el límite sur de la ciudad. A las seis de la mañana del 24 de febrero, todo cambió. Sonó el teléfono de


Tamara. Su hija, aterrada, exclamó: “Mamá, ya empezó la guerra. Ya están aquí. Melitópol está en llamas. Ya vamos para allá”. Tamara se quedó atónita. ¿Guerra? Casi ni había prestado


atención a las noticias sobre la concentración de tropas rusas en las fronteras de Ucrania ni a las advertencias de Estados Unidos sobre la inminencia de una invasión a gran escala. No era


la única. Las autoridades ucranianas no habían hecho muchos preparativos para la defensa ni la evacuación, con la certeza de que Rusia no se aventuraría más allá del este de Ucrania, donde


se había estado gestando un conflicto mortal durante ocho años. A las seis de la mañana del 24 de febrero, todo cambió. Sonó el teléfono de Tamara. Su hija, aterrada, exclamó: “Mamá, ya


empezó la guerra. Ya están aquí. Melitópol está en llamas. Ya vamos para allá”. Tamara se quedó atónita. ¿Guerra? Casi ni había prestado atención a las noticias sobre la concentración de


tropas rusas en las fronteras de Ucrania ni a las advertencias de Estados Unidos sobre la inminencia de una invasión a gran escala. No era la única. Las autoridades ucranianas no habían


hecho muchos preparativos para la defensa ni la evacuación, con la certeza de que Rusia no se aventuraría más allá del este de Ucrania, donde se había estado gestando un conflicto mortal


durante ocho años. Una casa bombardeada cerca del hogar de la familia Lupinos en Orijiv. OLEKSII FURMAN Sin embargo, ahora caían misiles por toda Ucrania. Rusia había lanzado ataques aéreos


y terrestres desde el norte, el sur y el este, que mataron a civiles y destruyeron infraestructura. Por un terrible vuelco del destino, cuatro generaciones de la familia Lupinos quedaron


atrapadas en medio de esta acometida. Anastasia vivía al otro lado del río de su madre, cerca de la carretera hacia Melitópol, a unas 70 millas al sur, donde ya había tanques rusos en las


calles. Y los padres de Tamara vivían en Orijiv, una pequeña ciudad en la carretera hacia Mariúpol, donde el mundo vería desplegarse una devastación indescriptible en las semanas siguientes.


Anastasia y su familia llegaron al pequeño apartamento de una habitación de Tamara solo unas horas después de comenzar la invasión rusa. El ascensor no funcionaba, como siempre, así que la


joven pareja subió con dificultad las escaleras, arrastrando cajas de agua embotellada. Tamara intentó tranquilizar a Kira y responder sus preguntas, pero nadie tenía respuestas. Esa noche


“los niños”, como Tamara llama a la familia de su hija, se turnaron para hacer guardia y así poder alertar a los demás en caso de bombardeo. Cuando sonaron las sirenas de advertencia de


ataque aéreo, Tamara no pudo bajar los nueve pisos para llegar al sótano de la escuela que había frente a su edificio. Por lo tanto, pasó la primera de muchas largas noches de combate


refugiada en el baño. Los primeros días funestos de la invasión se desenvolvieron con una velocidad aterradora. Para el 1.º de marzo, las fuerzas rusas habían rodeado Mariúpol y estaban a 25


millas de la casa de la familia Lupinos en Orijiv. Todo parecía indicar que Orijiv, donde no había acceso a suministros médicos ni alimentos, sería la siguiente ciudad en caer. Sin embargo,


resistió: las fuerzas ucranianas se atrincheraron y formaron un frente de batalla justo al sur de la ciudad, en una zona agrícola salpicada de pueblos históricos. Después comenzó el


bombardeo. Durante las semanas siguientes, los que pudieron escapar —en su mayoría jóvenes con niños— huyeron hacia el norte a Zaporiyia por la peligrosa carretera H08. La mayoría de los


residentes de más edad, como Halyna y Mykola Lupinos, se quedaron atrás. En una guerra que exige tomar decisiones drásticas, Tamara Lupinos se vio obligada a elegir entre salvar a sus padres


y salvar a sus “hijos”. Sus padres la necesitaban más debido a su delicada salud, pero ahora era cada vez más peligroso llegar hasta ellos. ¿Y a dónde se dirigirían todos? La familia de su


hija ya estaba alojada en su apartamento del noveno piso en una ciudad que estaba siendo atacada esporádicamente con misiles. “Era un estrés constante: sirenas, dormir con la ropa puesta”,


recuerda Tamara. “Y yo pasaba todo el tiempo con mi nieta: ‘La-la-la, es hora de levantarse y correr al refugio antibombas…’”.  Mientras tanto, llamaba a sus padres cada mañana. “Les pedí


muchas veces que se fueran”. Sin embargo, ella sabía que no lo harían; estaban aferrados a su hogar. El hermano de Tamara está enterrado en Orijiv. Su padre, que está enfermo, no podía


viajar. Tener seguridad y comodidad en otro lugar parecía dudoso en el mejor de los casos. “Mi madre me dice: ‘Entiendo lo mucho que te preocupas, pero allí él estará encerrado en una


habitación, y aquí puede salir y respirar el aire fresco, con los árboles y las flores’”.  Sin duda es una conversación que Tamara ha tenido muchas veces con su madre y consigo misma. “¿Qué


se puede hacer?”, repite. “¿Qué?”. Durante los dos meses siguientes a la llegada del frente de batalla a Orijiv, la carretera H08 —la que une a Tamara con sus padres— permaneció


intransitable. Atravesaba un fuego cruzado mortal a medida que las fuerzas rusas intentaban cerrarle el paso al ejército ucraniano y avanzar sobre Zaporiyia. Tamara no podía arriesgarse a


visitar a sus padres ni a enviar un vehículo para traerlos a ella. Aún hablaban varias veces por día, si la conexión telefónica lo permitía. Los familiares y los vecinos que habían


permanecido en Orijiv vigilaban que la pareja mayor estuviera bien, al igual que los trabajadores sociales y los voluntarios. Pero para Tamara, la situación era insoportable. “Día y noche,


temía por mis padres”, comenta. “A veces todavía me despierto por la mañana y pienso: ‘No, es una horrible pesadilla’”.