Preferir la sordera a la evidencia

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LA BARBITÚRICA DE LA SEMANA


Preferir la sordera a la evidenciaNinguna democracia resiste a la normalización del desatinoCruzar España de verbena en verbenaUna señora de derechas Karina Sainz Borgo


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Iniciar sesión31/05/2025Actualizado 01/06/2025 a las 05:52h.Compartir Copiar enlace


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Suscribete No hay nada más avaro que un necio. La mirada militante es poco generosa. Confisca, aplana y confunde. Convencidos de sus propias ideas, hay quienes pasan por alto los desmanes de


una causa que despierta su simpatía; sospechan de una víctima porque su testimonio contradice ... sus certezas o miran para otro lado porque, aunque pueril, es preferible la sordera a la


evidencia. Dos situaciones distintas pueden ser ciertas a la vez. He allí la paradoja.


Sobrevivir a un campo de exterminio convirtió a Primo Levi no sólo en una víctima, sino en un testigo y justo por eso en escritor. Cuando lo presentó como manuscrito, 'Si esto es un hombre'


fue rechazado por Einaudi. La Europa de aquel momento, dolida y paralizada ante el horror del que había sido víctima y perpetradora, nada quería saber del Holocausto ni de la Segunda Guerra


Mundial, así que Levi publicó su libro de forma casi simbólica en una editorial minúscula. Diez años después, en 1956, Einaudi rescató el libro. Desde entonces no ha dejado de reeditarse. Es


preciso insistir sobre aquello que, por monstruoso, no puede olvidarse


Escribe Albert Camus en 'El mito de Sísifo' que justo quien tiene la razón es el que paga las consecuencias en las tragedias clásicas: Prometeo, Edipo, Orestes... De ahí que los seres


humanos encontremos algo gratuito, patético o absurdo en sus castigos. Acaparados por una idea fija, los hombres y mujeres acaban creyendo ciegamente en aquello que les ha sido ofrecido: la


vida eterna, la promesa de la revolución o la inefabilidad del líder carismático. La total ausencia de paradojas y la mutilación de la propia duda convierte en necios a quienes militan. Lo


que empieza con eufemismos –toda muerte ocurre primero en el lenguaje– acaba en calamidad ciudadana. Una vez que se ha metido en la vida de las personas, ya no hay marcha atrás. Es el pan


nuestro de exiliados, desplazados y refugiados. El estigma del que piensa por sí mismo.


Esta semana, en Venezuela, Diosdado Cabello, jerarca del gobierno de Maduro, ordenó una represión masiva como respuesta a la llamada «operación Guacamaya», una maniobra que liberó a cinco


opositores asilados y logró burlar la seguridad de un régimen que hace del exabrupto una exhibición. Acusados de terrorismo y de intentar sabotear las pasadas elecciones amañadas e ilegales,


cerca de cien personas han sido secuestradas y encarceladas. A la manera de Ortega en Nicaragua, hasta los organismos defensores de los derechos humanos como Provea y Foro Penal fueron


acusados de sabotaje. Además de sus tentáculos, a los sátrapas los sostienen la ceguera de quienes ignoran o justifican sus excesos. Ninguna democracia, por saludable que parezca, resiste a


la normalización del desatino. Quien sólo permite una moral y tan sólo habita una única verdad, acaba padeciéndola. Me prevengo de comparar situaciones dispares, porque muchas fronteras


separan a un abusador de un torturador, y, sin embargo, es justo ahí, en el desplazamiento de los límites, cuando uno puede acabar convertido en el otro.


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