Maurizio serra: giscard, mandarín maravilloso

Maurizio serra: giscard, mandarín maravilloso


Play all audios:


Maurizio Serra 31/05/2025 ACTUALIZADO 01/06/2025 A LAS 02:25H. La penúltima vez que lo vi, en Ginebra, a comienzos de 2016, Giscard era el viejo león de siempre. Invitado de honor (creo que


bien remunerado) en una cena de banqueros, físicamente debilitado pero impecable con su esmoquin y su porte, se disculpó por hablar sentado y pronunció una brillante disertación en defensa


de Europa frente a la amenaza del Brexit que se vislumbraba en el horizonte. Hablaba con su habitual precisión, basándose en unas pocas notas, sin un texto escrito. Al final, se formó un


tumulto a su alrededor, sobre todo de damas de un 'certain âge', que querían que les firmara el menú ante la falta del discurso. Cuando llegó mi turno de saludarlo (sin menú),


fingió reconocerme con cortesía aristocrática, añadiendo: «Ah, l'Italie!», no sabría decir si con aprecio o resignación. Lo volví a ver más tiempo, a solas, por última vez, a mediados


de enero de 2020, el año de su muerte, quizá a causa del Covid. Me invitó a visitarlo no en su oficina, sino en su residencia privada. Comprendí que debía este privilegio al hecho de que ya


estaba muy fatigado y salía raramente de casa. A las cuatro de una gélida tarde, llamé a la puerta de un 'hôtel particulier' en una callejuela apartada de Passy, vigilado por un


séquito de asistentes, secretarias, gendarmes y pastores alemanes (estos últimos, con mucho, los más simpáticos). Fui conducido a un salón muy francés, repleto de cuadros, cuadritos,


adornos, platería, terciopelos, silloncitos y mesitas llenas de fotografías de las grandes figuras de la Tierra y de niños sonrientes con polos Lacoste y un castillo bien visible al fondo:


todo en perfecto estilo Imperio, salvo algunas (¿copias?) de paisajistas italianos de los siglos XVII y XVIII. Las paredes estaban, como era de esperarse, cubiertas de volúmenes de pergamino


o medio cuero, que de vez en cuando debían ser rescatados de su eterno descanso y desempolvados por una criada distraída. De pronto, por una puertecita oculta, apareció el mandarín


maravilloso de Bartók, es decir, él, Giscard, con pasos arrastrados, vestido con un blusón de seda negra abotonado hasta el cuello. Como les ocurre a muchos hombres de gran estatura cuando


se encorvan, su cabeza iba por delante del cuerpo, esculpida en marfil, con tres ranuras en el lugar de sus ojos y su boca. Me estrechó la mano con un apretón fuerte que no esperaba,


invitándome a seguirlo al estudio, donde nos sirvieron una (única) taza de té pálido, sin limón ni azúcar, de porcelana de la Compañía de las Indias. Comenzó confiándome que iniciaba el día


estudiando textos de sabiduría china o tibetana. Evité diplomáticamente mencionar que lo mismo hacía Mussolini en sus últimos meses en la villa Feltrinelli de Saló. Dada la atmósfera nada


risueña de la casa, casi temí que se pusiera a recitar algún verso del 'Libro de los muertos'. De repente, me preguntó por una duquesa florentina, 'ma cousine'. Por un


instante me sentí horriblemente incómodo, pensando que me confundía con otro, tal vez un cronista de sociedad. Era bien sabido que en otro tiempo la devoradora pasión por la sangre azul


–quizá porque la suya era notoriamente de color incierto– se había adueñado de él tanto como el gusto por el poder. Todos recordaban cuando, rescatando el protocolo de Luis XV, no admitía


que nadie se sentara frente a él en las cenas de gala en el Elíseo. Pero sorprendía, y quizá enternecía, ver que conservaba intacta esa manía incluso de viejo. Cada uno se refugia dónde


puede y elige los espejismos que quiere. Por suerte, se lanzó al ataque para marcar el primer gol contra los euroescépticos. Fui testigo entonces de una de las más elocuentes defensas de la


unidad europea que haya escuchado en cuarenta y dos años de profesión y algunos más de vida adulta. No sé de dónde le vino de repente aquel fuego sagrado, aderezado con sarcasmos sobre la


debilidad de los líderes europeos (empezando por sus sucesores, evidentes pero no mencionados por su nombre) y sobre las insidias del egoísmo, de los soberanismos, de los particularismos y


demás. «Le nationalisme, cher Monsieur, c'est la guerre…». Como todas las frases célebres, también esta tiene muchos padres y madres: el primero en pronunciarla, creo, fue Aristide


Briand, defendiendo en el Parlamento francés los acuerdos de Locarno de 1925. En años más recientes, la repitió a menudo François Mitterrand, que fue sucesor, continuador y enemigo íntimo de


Giscard. Pero, al menos en esto, estaban de acuerdo. Ciertamente, la Europa que Giscard dibujaba ante mis ojos era la carolingia de su antigua alianza con Schmidt, basada en el eje


franco-alemán. Pero no se detenía ahí. Tras referirse al Brexit en términos incendiarios, elogió con convicción a España, luego a Portugal, Irlanda y Grecia, como si aún estuviera en sus


manos conducir la gaullista Europe des patries hacia un proyecto auténticamente federalista. No mencionó a Europa del Este, salvo una alusión a Polonia. Guardó silencio sobre Italia, que tal


vez para él, como para Stendhal, era la 'patrie' de primas y duquesas, y por lo demás nunca le había interesado demasiado. Percibía en sus propósitos el pesar implícito y la


amargura apenas disimulada de no haber llevado a cabo su proyecto, cuando tuvo en sus manos, si no todo, la mayor parte del destino del continente. Pero era demasiado joven y arrogante para


comprenderlo. Cuando perdió el poder en 1981, perdió la oportunidad de su vida. Fue su drama; quizá, en parte, también el de Europa. Con poco más de 50 años, se convirtió en un veterano de


lujo, y lo siguió siendo durante otros cuarenta, incluida la última burla: el proyecto de tratado constitucional para Europa, destruido en el referéndum de mayo de 2005 precisamente por


Francia, seguida por los Países Bajos. Era un fragmento de su testamento político lo que me ofrecía, como a otros interlocutores, conocidos y anónimos, consciente de que no le quedaba mucho


tiempo para hacerlo. Luego se detuvo de golpe. La audiencia se acercaba a los tres cuartos de hora de duración y, por supuesto, había hablado solo él. Pulsó un botón en el escritorio y me


pregunté si, como en las películas de James Bond, se abriría una trampilla bajo mis pies para lanzarme a los caimanes. En cambio, apareció uno de los asistentes. Giscard me estrechó de nuevo


la mano con amabilidad y ordenó al caimán (perdón, al asistente) que me acompañase a la salida. Cuando me giré, ya había desaparecido en una nube de opio o de incienso, con las notas de


Bartók de fondo. SOBRE EL AUTOR Maurizio Serra es miembro de la Academia Francesa (Traducción de Miriam Barrondo) Reportar un error