La inflación de la pobreza en málaga | diario sur

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Viernes, 29 de enero 2021, 00:31 | Actualizado 14:25h. Comenta Compartir En un mundo normal, Málaga es una ciudad turística de superlativos, cuasi lo más parecido a un paraíso para vivir y


para venir de visita. La mezcla perfecta entre sol, playa, cultura y una gastronomía de primera atrae a miles de turistas. Hay paseos marítimos y centros comerciales. En realidad, hay de


todo que se precisa para alcanzar cierta felicidad y una sana dosis de sosiego. Málaga es una ciudad que vive del cara a cara, que sufre si no puede sonreír al que viene de fuera. La sonrisa


se borró en marzo de 2020. La crisis del coronovirus ya se extiende como el chapapote, dura más de lo imaginado y sus huellas empiezan a ser difíciles de borrar. La ciudad, como todas, se


ha vuelto monótona. Por momentos, desesperante. La mayoría de hoteles están cerrados. Los restaurantes y comercios están muy tocados. Las facturaciones de antaño están arrasadas por las


restricciones. La rueda, que antes daba de comer, se ha parado. Las calles, a partir de la tarde, casi siempre vacías, ofrecen la imagen de una sobredosis de diazepam. Bienvenidos a la


Málaga de enero de 2021: la provincia ha perdido a 6.000 empresas, suma 48.000 nuevos desempleados y 35.000 trabajadores siguen en un Erte. La mayoría de los nuevos parados vienen de la


hostelería, que lleva diez meses sangrando por una herida a la que no se le aplica un torniquete para frenar la hemorragia. El paciente está a punto de desangrarse. En la capital hay muchas


familias afectadas porque la economía local es una economía basada en el turismo. Es un 26 de enero, hace un día de primavera, los contagios por Covid están como el termómetro: al alza.


Málaga no es la misma de hace un año. La muerte avanza en los hospitales y la desesperación en sus calles. La inflación de la pobreza es un hecho. Decir que nadie se va a quedar atrás, a


estas alturas, es una pura mentira. Los últimos datos de Oxfam Intermón para Andalucía dan escalofríos: 270.000 nuevas personas están por debajo de la línea de pobreza relativa, es decir, no


pueden cubrir sus necesidades más básicas. Son nueve comedores sociales repartidos en Málaga. En la calle Moreno Nieto, una pequeña bocacalle en Miraflores, hay uno. En el número 18 está el


comedor 'Yo soy tú'. Aquí, entre olor a sopa de algo y vapores diversos, se dejan sentir las desastrosas consecuencias que están teniendo las restricciones por el covid sobre las


vidas de muchas familias. «No es casualidad que el comedor esté un poco escondido. Mucha gente que viene por comida está asolada por la vergüenza, no quieren que nadie les vea». El que habla


es Emilio Gómez, un exlegionario de 60 años. Mide no más de 1,70, tienen tatuajes en los nudillos hechos con tinta china y habla como si tuviera demasiada prisa. Es el presidente de


'Yo soy tú' y no le gusta andarse con rodeos: «Lo que estamos viendo desde que empezó la pandemia es desolador. Estamos atendiendo a personas que hasta marzo tenían una vida y que


la han perdido de un día para otro». A los que vienen por primera vez, señala Emilio, se les identifica fácil. Empezarían a merodear por el local. Asomándose primero y alejándose después,


como alguien que aún no ha tomado la decisión. Timoratos. «Cuando observo eso, salgo yo y les hablo directamente. Es mejor pedir ayuda que no comer. Pero tenemos un problema gordo. Imagina.


Aquí viene ahora mucha gente que está rota. De tener una vida, un trabajo, un coche a tener que pedir un plato de comida. Eso es muy duro», relata Emilio. Una de estas primerizas es Sonia


Arias, una vecina del barrio. Tiene 47 años, dos hijos que dependen de ella. Trabajaba de camarera y limpiando casas. El trabajo de camarera se acabó y el segundo, por el miedo al contagio,


habría ido a menos. «Me ponía con unos 1.500 euros al final de mes. Ahora apenas supero los 400», explica que la pandemia le ha dado la vuelta a su vida como a un calcetín. Para mal. Todos


los días tiene que decidir en qué se gasta su dinero: alquiler, luz o alimentos. Como no hay para todo, ahora tiene miedo a que la desahucien. Mientras dura la conversación, mira al suelo:


señal de vergüenza. Sonia, mientras dura la conversación, se entrecruza las manos y se rasca ambas muñecas con las uñas: señal de nerviosismo. El trabajo nutre la dignidad y su falta devora


la autoestima. «A mí me ha costado la vida venir, si lo he hecho ha sido por mis hijos», reconoce. Al 2021 le pide un empleo. El virus, a estas alturas, lo percibe como algo menor en su


escala de problemas. Esta percepción, dice Emilio, empieza a ser la dominante por aquí. Una de las frases que más se escuchan sería la siguiente: «Si no me mata el virus, me mata el hambre».


Aquí está la gran paradoja de la pandemia: las decisiones que sirven para salvar vidas abocan al precipicio a otras. Mucho de lo que se ha escrito hasta ahora suena a escaramuza académica


si se contrapone con la cruda perspectiva de una vida sin horizonte. Los alrededores del comedor son un trasiego constante desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Abre de


lunes a domingo. Tiene dos dispensadores. Desde que comenzó la crisis ha aumentado la demanda por la caridad. «Hemos pasado de servir unos 800 menús a más de 1.500», lamenta Emilio.


Tendencia: crecimiento exponencial. Ahora son las una del mediodía y la imagen que se ofrece es perturbadora, lamentable, digna de compasión. Más de cien personas hacen cola para recibir un


menú que siempre se compone por dos platos principales y postre. Hoy toca arroz a la marinera, pizza y natillas. Los días que hay algo de cerdo, hay un plato alternativo para los musulmanes.


Todos sostienen bolsas de supermercados donde se introduce la comida. Hay niños, explica Emilio, que se creen que sus madres han vuelto de hacer la compra. Casi nadie habla. Los que van


llegando preguntan por «quién es el último». Ya está. Cada vez llegan más. No hay ningún vigilante, pero se mantiene una especie de orden natural. El plano recuerda a una escena de una


película de catástrofes, a una calamidad a cámara lenta. Para muchos, el coronavirus es un nuevo revés en sus vidas cuando aún no se había recuperado de la crisis financiera de 2008. Algunos


reaccionan con agresividad cuando se les pregunta por qué están aquí: comprensible. Otros declinan con educación, como Natibel: se agradece. Habría gente cercana que no sabe que está


pidiendo comida. Juan Antonio Montero, 57 años, se atreve. Es vecino de Suárez, soldador y oficial de albañilería. La pandemia sería su segunda bajada a los infiernos. La primera fue el


pinchazo de la construcción. Ahora que se habría repuesto, encadenando siempre un trabajo esporádico con otro, vuelve a verse en una situación de ingresos cero. «Desde que empezó esto de la


pandemia no he vuelto a encontrar nada», lamenta. Los doce voluntarios que sostienen el comedor social, por su parte, trabajan hasta la extenuación. Están expuestos todos los días. La


combinación de fogones a todo gas, pantallas y mascarillas FFP2 genera la sensación de claustrofobia. Apenas dan a basto para atender a todos los usuarios. Todos los días vendrían más, por


lo que se está buscando un local de mayor tamaño. Que un comedor social busque expandirse, resume muy bien estos tiempos de noches largas y estómagos vacíos. El contexto que se está


generando en la sociedad por culpa de la pandemia empieza a ser terrible. El nombre de 'Yo soy tú' no es una casualidad, más bien una advertencia: nadie está a salvo de verse en su


cola. Comenta Reporta un error Límite de sesiones alcanzadas El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay


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