“mitologías velasquistas”, por josé carlos yrigoyen
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Desde hace unos años esta situación ha cambiado. La polémica herencia del velasquismo se afianza en el debate nacional. Incluso algunos hijos de esa clase media ochentera reivindican
abiertamente su legado. Es el caso de Gonzalo Benavente, director de “La revolución y la tierra”, documental que ha sido determinante para refrescar la discusión. Lamentablemente, las
posiciones en conflicto suelen ser emocionales e irreconciliables. Los que siguen calificando a Velasco de Gran Satán no han dado su brazo a torcer. Aquellos que lo publicitan como un
invicto mesías de los marginados tampoco. En aras de la objetividad, es fundamental hacer un examen de las leyendas y fantasmagorías que infestan nuestra visión histórica de la primera fase
del docenio militar. “Mitologías velasquistas”, volumen editado por Miguel Sánchez Flores, significa una herramienta precisa para acometer esa empresa. Comprende trece textos que abordan los
disímiles mitos esparcidos sobre el velascato y la relación que mantuvo con las industrias y procesos culturales de su época. Destaca la regularidad del conjunto, que consigue la anhelada
armonía entre el rigor, la amenidad y la reflexión sustancial. > “El libro consigue la anhelada armonía entre el rigor, la > amenidad y la reflexión sustancial”. Ninguno de los mitos
velasquistas ha sido tan popular como el que compromete al rock. Dos de los estudios aquí reunidos lo asedian, apoyándose en ponderables investigaciones. El primero, firmado por Alejandro
Santistevan, demuestra que la célebre cancelación del concierto de Santana en 1971 no correspondió, como tanto se ha cacareado, a una decisión ideológica y totalitaria de los militares, sino
a un fariseísmo que les permitió quedar bien con los acérrimos detractores –desde maoístas hasta ultramontanos– del lisérgico músico. Algo similar acontece con el victimismo de los viejos
rockeros nativos que acusan a Velasco de haberlos perseguido y restringido su espacio en los medios de comunicación. Fidel Gutiérrez, en su excelente artículo “Al diablo la revolución”,
señala que ellos mismos, por la elitista terquedad de cantar en inglés, redujeron su público a unos cuantos colegios religiosos de Miraflores y San Isidro. No hubo medidas oficiales contra
el rock peruano: fueron sus propios cultores quienes se cerraron las puertas al no entender la realidad de un país que había mutado demasiado deprisa. Si hay una certeza tras la lectura de
estos ensayos es que esa tan mentada maquinaria de represión institucional era en realidad el espantajo de una burguesía en ‘offside’. La mordaza y coerción hacia las manifestaciones
artísticas fueron tan desarticuladas y mediocres como las del gorilismo militar más gris, e incomparables a los tétricos casos chileno o argentino de ese entonces. De todos modos, se
cometieron graves abusos. El texto de Gonzalo Benavente efectúa un rescate de los beneficios de la ley de cine de 1972 y de las películas que bajo ese contexto retrataron la nueva situación
del campesino peruano (“Runan Caycu”, de Nora de Izcue, es el ejemplo más excelso). Sin embargo, Benavente obvia la censura a quienes ofrecían miradas alternativas del mismo asunto (como
“Chariaq’e, batalla ritual” de Luis Figueroa) y las arbitrarias maneras en que se privilegiaba la exhibición de cortometrajes dispuestos a ensalzar acríticamente las reformas de la dictadura
en desmedro de cineastas independientes con pretensiones más estéticas que panfletarias. Finalmente, es obligatorio resaltar dos trabajos de primer orden: el de Christabelle Roca Rey, que
evalúa el discurrir del arte gráfico en el velascato, y el de Talía Dajes, atinente a los afiches de Jesús Ruiz Durand celebrando la reforma agraria. En ambos se ilustra con agudeza el
importante impulso que recibió este sector gracias a un inédito apoyo oficial y una casi absoluta libertad creativa que se apagó cuando en 1973 el gobierno fue perdiendo el favor popular y
comenzó a intervenir en todas las expresiones públicas, dando palos de ciego a sus adversarios reales y supuestos. El epílogo de esa paranoia es historia conocida. LA FICHA Autor: Miguel
Sánchez Flores (editor). Editorial: PUCP. Año: 2020. Páginas: 288. Relación con el autor: ninguna. Calificación: ★★★★