Lo que saben en casa macareno | ideal

Lo que saben en casa macareno | ideal


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La mesa estaba preparada, larga y espléndida, con un mantel de cuadros rojos y blancos. El Macareno, a caballo entre Monachil y La Zubia, parecía ... una postal: una gran casa de ladrillo,


como la del cerdito trabajador, rodeada por un mar de praderas verdes repletas de florecitas amarillas. «Lavaos las manos, niños». Los niños llevaban una hora arrancando puñados de hierba


para alimentar a las cabritas y a la vaca que hay al otro lado del restaurante. «Papá, la lengua de la vaca raspa», dijo mi hijo. «¿Te chupó?», le pregunté. «Era imposible evitarla, papá.


Imposible», levantó los hombros. Claro que yo ya sabía que le había dado un lametón que casi le llega al moflete. La primera vez que le llevó hierba y la vaca lanzó su lengua, el niño pegó


un grito exagerado y comenzó a mover los brazos y las piernas como si le hubiera caído un rayo. Todos rieron. Él se restregó las palmas de las manos en los pantalones y regresó a por la


segunda ronda. «¿De beber qué vamos poniendo?», preguntó el camarero por pura educación, claro, porque él ya sabía lo que íbamos a tomar. El camarero, un tipo grandullón y sonriente, abrió


la libretilla y empezó a tomar nota de la comida. Pedimos varias bandejas de patatas fritas y a lo pobre. Y un huevo por cabeza, excepto para Nachete, que quería dos. Nos apetecía probar las


migas, así que ordenamos un par de platos. ¿Y habas? Sí, también habas, algo de lo que nos alegraríamos después porque estaban riquísimas. Luego dudamos durante unos minutos por la morcilla


y el chorizo. La primera vez que los amigos vinimos aquí, hace más de veinte años, casi que pedíamos un plato de morcilla y chorizo por persona. Ahora se nos repite con solo olerla, maldita


sea la edad. Pero como somos gente de principios, nos la jugamos con una ración para compartir y que fuera lo que Dios quiera. El camarero se marchó con la comanda y un amigo soltó que «los


niños ya nos superan en número a los mayores». Los mayores, en silencio, miramos a los niños con esa extraña nostalgia que siente uno cuando se ve reflejado en las risas de otros. El típico


momento en el que alguien dice «cómo pasa el tiempo» o «nos hacemos viejos» o «hace nada éramos nosotros los que estábamos así», pero nadie dijo nada porque, de repente, el camarero


apareció cargado con las patatas, los huevos y todo lo demás. «¿¡Ya!?», se extrañaron los niños al unísono. Entonces nosotros, con ese regusto que da la experiencia, les explicamos. «¿No os


lo habíamos contado? Aquí saben lo que quieres antes de sentarte. Preguntan por aparentar. Si no, ¿cómo iban a preparar la comida tan rápido?». Los niños no vieron necesidad de discutir la


explicación. Si era así, perfecto. Aunque también era cierto que traían un hambre colosal y se zamparon el almuerzo como Obélix en la feria del jabalí. Todo estaba buenísimo. Al terminar, se


fueron a jugar con los animales y nosotros pedimos un café largo, muy largo, larguísimo, para que la sobremesa no se terminara nunca. A cinco minutos del restaurante, un poquito más arriba,


hay una ruta sencilla que termina en un mirador circular. Es un paseo precioso y perfecto para ir con niños. Caminas bordeando la montaña, con Sierra Nevada a las espaldas. Allí, abrumado


por el tiempo y el espacio, mientras los zagales jugaban con las piedras y unas cabritas salvajes ascendían por la ladera, se me repitió la morcilla. Y me supo a gloria. Eso también lo


sabían en el Macareno.