
Mi primera comunión | Ideal
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Me ha encantado el título de un artículo reciente del compañero Gervilla, 'El mes de mayo', y ciertamente me hubiera encantado haber sido yo el ... afortunado de la idea, aunque en
correlación con este me ha venido a la mente otro relacionado, el que nos acompaña, y con el que me doy por compensado porque tanto tiene que ver con él por participar los dos de una
realidad de las más hermosas, sugerentes y evocadoras. En la infancia de la escuela de mi pueblo le llevábamos también flores todos los días del mes de mayo a la Virgen, especialmente
celindas y rosas del huerto de las mozuelas del 'Billotero', próximo a la plaza. Y no digamos después en el diario ejercicio de las flores en el internado de la plaza de Gracia en
que estas eran musicales, variadas cada día, porque no disponíamos de naturales, y así nos sentíamos orgullosos y nos dábamos por satisfechos. Seguía a esta piadosa práctica diaria, a su
término, un paseo diario por los aledaños del Centro, Camino de Ronda y de Purchil, antes de cenar el tradicional gazpacho al que obligaba la tradición junto a los boquerones fritos. Tenemos
tan interiorizado los exalumnos del seminario este hábito pío de hacer las flores de mayo que es habitual que en el contexto adecuado, si nos encontramos varios de nosotros, a alguien se le
ocurra proponer su canto floral y poder elegir el preferido porque todos los recordamos con suma facilidad, situación menos frecuente esta en cuanto se refiere a cualquier otro aspecto
memorístico. El laicismo imperante y progresivo que nos invade viene ahora acompañado en las primaveras eucarísticas y sociales por frecuentes invitaciones infantiles de celebraciones que se
nos brindan en el mes de las flores a familiares y amigos con ceremonia tradicionales a los nueve años con que la tradición religiosa continúa y a las que asistimos con regalos generosos.
No era este el estilo en mi tierna infancia. La primera comunión se hacía un par de años antes, con siete. Fui monaguillo casi desde siempre, podríamos decir, porque dos años antes de la
comunión ya ejercía el oficio de acólito con don Diego, el sempiterno párroco de mi pueblo, sin que este objetase reparos canónicos que lo impidiese y yo debía ser constante en mis tareas,
bien mandado y ejercer mi encomienda a plena satisfacción. La influencia de mi diligente hermano, mayor que yo y ya seminarista, y la frecuente invitación a merendar de mi madre al párroco,
que vivía solo, también debieron influir en la conservación de la tarea. Me acuerdo con todo detalle e intensidad en la celebración del día en que recibí por primera vez con todas las
ceremonias, la que entonces se llamaba plenamente, el Santísimo Sacramento. Lo hago presente todo ahora con precisión, emoción y el mayor júbilo. La preparación tanto de la iglesia como de
la escuela, concisa y sistemática, se seguía con obediencia, eficacia y aprovechamiento. En la puerta de la casa vecina a la iglesia de Pepe –el de las maestras– Paredes y su bicicleta, el
mítico e inmortalizador fotógrafo de mis mayores momentos sublimes y de todo mi pueblo de Güevéjar montaba su estudio fotográfico en el que en un momento todos estábamos listos y salíamos,
uno por uno, para pasar a la posteridad. El traje, imperecedero, que recuerdo modelo único, gris para nosotros, blanco para las niñas, no dejaba de prestar servicio año tras año pero
impecable siempre, especialmente si de un uso a otro pasaba por las manos de mi madre, costurera excepcional, que con sus arreglos mejoraba la prenda. Todo lo que tenía arreglo, lo tenía,
porque el largo de mis pantalones eran así y el retratista no nos dejó mentir. Los accesorios y complementos, todos perfectos: camisa, pajarita y zapatos blancos; librito de oración,
rosario, crucifijo y ramo imperecedero de flores, todo impoluto, sin deterioro en la ceremonia en que las mozuelas procuraban que liturgias y cantos resaltaran con su mayor esplendor.
Cesaban los actos generales de las comuniones en mi pueblo con un desayuno espléndido en el colegio con chocolate y bollos de pomposa ceremonia y de alegría compartida por igual. Luego
vendría, al mediodía, junto al almuerzo doméstico, que si siempre era espléndido y sabroso por la pericia como cocineras de mi madre y mi tía Antonia, en estas solemnidades era imposible ya
más festejos y sabores de tantos platos y dulces. Ni que decir tiene que se empezaba un jamón de los cerdos que nosotros criábamos y que la orza de la matanza no se encontraba mermada. Leche
frita, arroz con leche, natillas y torrijas, aunque no fuera Semana Santa, tenían repleto el aparador. Tampoco hay que decir que las gachas, en esta ocasión más picantes, presidían.
Acompañar también al párroco en otras frecuentes y complementarias tareas a las de acólito era fiesta para mí. Enumero algunas y sigo hasta que me quede espacio: abrir y cerrar la puerta de
la iglesia, mantener siempre encendida la lamparilla de las ánimas, darle algún recado o hacerle algún ruego –aunque pocos admitía a su peculiar doméstica Angustias–, hacer toques diarios de
campana, repicar, acompañar a don Diego a Calicasas –en burra y pronto en la furgoneta del estanquero; no fumaba el sacerdote, era para retirar la compra del súper, que también en este
comercio hacía–. Aquí lo hemos ya de dejar. Yo me encontraba, nunca mejor dicho, como en la misma gloria, en todas las encomiendas asignadas. 'Deo gratias'.