Convivio granadino | Ideal

Convivio granadino | Ideal


Play all audios:


La brisa de la tarde se ha vuelto más fresca en la Plaza de Mariana Pineda, como si la conversación que mantenemos los tres amigos ... hubiera invocado un aire más denso, más otoñal. Granada


es así: respira al ritmo de quienes la habitan, se impregna de sus diálogos y los devuelve en forma de luz dorada sobre los edificios. Apuramos nuestro café. –Quizás Occidente no esté


muriendo –apunto ahora–. Quizás sólo está mutando en algo que aún no entendemos. La pregunta es si sabremos reconocer en qué nos estamos convirtiendo antes de que sea demasiado tarde. Juan


Chirveches tamborilea los dedos sobre la mesa, meditabundo, con su rostro de escéptico tolerante que ha visto demasiadas batallas como para dejarse llevar por entusiasmos fáciles. Sacude la


cabeza con la resignación de quien conoce demasiado bien el cinismo de los poderosos. –La historia es implacable con los débiles. Si Occidente se empeña en suicidarse, no faltará quien le dé


el empujón final. Fernando de Villena, por su parte, tiene la expresión de quien carga un peso invisible, de quien ha visto demasiadas injusticias y sabe que ninguna protesta podrá


deshacerlas. –Lo que ocurre con la política –dice con su tono pausado– no es distinto de lo que ocurre con la cultura. Todo se ha convertido en un juego de apariencias. Se celebra la


inanidad como si fuera un acontecimiento histórico, se alza a escritores de pacotilla, se premian libros sin trascendencia. Todo es fugaz. La gran obra ya no importa. –No es que no importe


–matiza Chirveches–, es que ni siquiera tiene oportunidad. Si no eres parte del tinglado, no existes. Si no tienes a alguien que te respalde, no publicas, y si publicas, desapareces antes de


haber llegado. ¿Cuántos escritores brillantes han quedado en la sombra porque no formaban parte de la maquinaria? ¿Cuántos han muerto en la indigencia mientras los mediocres copaban las


vitrinas de las librerías? –El mercado no busca calidad, busca resultados –respondo–. Y los resultados no se miden en la hondura de una obra, sino en su capacidad para venderse como un


producto. El libro es mercancía, el escritor es un proveedor, la literatura es un nicho de mercado. Y, como en todo mercado, lo importante no es la esencia, sino la demanda. De Villena


resopla, con ese cansancio que no es solo físico, sino existencial. –Siempre ha habido mediocridad, eso no es nuevo. Pero antes coexistía con la grandeza. Hoy la grandeza es una molestia. No


encaja en la lógica del espectáculo, en la dictadura de lo efímero. Vivimos en un tiempo que sólo reconoce lo que brilla durante un segundo y después desaparece. La literatura ha sido


sustituida por el fulgor del instante. –Se ha devaluado todo –añade Chirveches–. Ya no importa la solidez de una obra, sino su capacidad para encajar en un relato prefabricado. Lo que se


premia no es el talento, sino la pertenencia. La literatura no es más que una excusa para la política cultural del momento. Si encajas en el discurso dominante, eres un genio; si te apartas


de él, eres irrelevante. El sol ha descendido aún más, tiñendo la plaza de un tono ámbar melancólico. En la mesa, las tazas están casi vacías, como si hubieran absorbido algo del peso de


nuestra conversación. Los postres dulcifican las palabras. Nos quedamos un momento en silencio, observando a la gente pasar, a los niños correr entre los bancos, a los ancianos que caminan


con la lentitud de quien sabe que no tiene prisa. –Y mientras tanto –sigue Fernando–, el dios dinero sigue en su altar, como un becerro de oro inamovible. En literatura, en arte, en


política, en todo. Nos han vendido la ilusión de la meritocracia, pero la verdad es que el mercado es quien decide quién entra y quién queda fuera. No hay valores estéticos, solo estrategia


comercial. –Exactamente –digo–. La cultura es escaparate, y los actores entran y salen como monigotes de guiñol. No importa su valor, su profundidad, su aporte real. Importa que encajen en


la puesta en escena. Y cuando el guión cambia, se los descarta sin miramientos. Chirveches se ríe, pero su risa es amarga. –El problema no es sólo el mercado editorial. Es todo el ecosistema


cultural. Las instituciones, las academias, los jurados de premios. ¿Cuántos genios han sido ignorados porque no encajaban en el reparto de favores? Y luego te hablan de democracia


cultural, de apertura, de pluralidad. Qué ironía. –Y lo peor –añade Fernando, con un brillo sombrío en la mirada– es que hemos aceptado esta farsa sin resistencia. Nos hemos acostumbrado al


simulacro, a la celebración de lo trivial. La verdadera literatura, la que de verdad transforma, ya no tiene lugar en este circo. Nos quedamos en silencio un momento. La plaza sigue ahí, con


su rumor de ciudad antigua, con su serenidad indiferente a nuestros lamentos. Pero sabemos que lo que decimos no es nostalgia, no es el lamento de unos viejos idealistas. Es una realidad


que se impone, que nos rodea, que nos asfixia. –Quizá –digo finalmente– aún haya un espacio para la resistencia. Quizá aún queden quienes escriben sin esperar favores, sin buscar aprobación,


sin someterse al juego. Quizá la verdadera literatura sigue existiendo, aunque ahora habite en las sombras. Fernando sonríe levemente, pero su sonrisa es triste. –Siempre quedarán islas de


luz en medio de la oscuridad. Pero cada vez son más pequeñas. El aire de la plaza se ha vuelto más denso. La conversación ha arrastrado consigo algo más que palabras: la certeza de que la


justicia es un mito conveniente, una fábula que sirve para dormir conciencias. Fernando de Villena suspira y se pasa una mano por el rostro, como si tratara de disipar el peso de su


pensamiento.