Riqueza | Ideal

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«¡Ay, si me tocase el euromillón!». «¡Madre mía! Si me cayesen unos décimos de lotería». «¡Válgame el cielo! Si me tocase el 'sueldazo' de ... la ONCE, a vivir que son dos días».


No lo deseen. Va a suceder. Vamos a tener dinero por aburrimiento. A ver qué pasa. Eso fue lo que le ocurrió a un joven estudiante de Medicina. Aún no se atisbaban los nubarrones de la I


Guerra Mundial, cuando un joven pueblerino llegó a la ciudad de Londres con sus libros de segunda mano, como equipaje, y una bolsa con una muda de repuesto. Se hospedó en una pensión


destartalada que le permitía estudiar, dormir a deshoras y una comida caliente al día. El resto de la jornada lo pasaba en la Facultad de Medicina, donde ávidamente adquiría sus anhelados


conocimientos. Admiraba el porte de sus burgueses compañeros. Abrigos de tres cuartas, camisas almidonadas, cuidados peinados y onerosas fragancias. «Algún día –se decía–, volveré así a mi


casa para orgullo de mis padres». Esa noble meta era el acicate que espoleaba su voluntad para plantarle cara al cansancio y devorar los conocimientos que destilaban las clases magistrales


de aquellos eruditos embutidos en una oscura toga. Pero sucedió algo inesperado. Un anciano le salió al paso cuando regresaba a la pensión. El desconocido octogenario le insistió, por activa


y por pasiva, que cenase con él. Algo que, en un primer momento, estuvo a punto de rechazar. Pero el escudo del carruaje le reveló la identidad del desconocido. Se trataba de uno de los


duques más acaudalados del Reino Unido. Tras una opípara cena, regada con los vinos más exquisitos, el longevo anfitrión le confesó al joven estudiante: «Quiero legar mi fortuna a alguien


que se lo merezca. Pero no tengo ni familia ni descendencia. Llevo observándote desde hace tiempo y eres el candidato ideal». El estupor del aspirante a médico fue mayúsculo. «Pero hay una


condición», aclaró el duque con una sutil mueca. «Dame tu juventud a cambio». El muchacho intentó no reírse en su cara. Le preguntó cómo. Y el anciano, sacando de su bolsillo un ajado


crucifijo, le explicó: «Gíralo en sentido contrario a las agujas del reloj tres veces. Y, a partir de mañana, mi fortuna es tuya». Descreído y con sorna, el estudiante giró el crucifijo. Al


instante, el duque se fue y el muchacho regresó a la pensión. No pasó nada más. Pero al despuntar el alba, nuestro joven protagonista descubrió que su paupérrimo aposento era, ahora, una


lujosa alcoba digna de un rey. Había mucho dinero encima de una mesa de despacho. Su júbilo se desbordaba. Hasta que se miró al espejo y se vio dentro del cuerpo del anciano duque. El


siniestro trueque no fue un delirio senil, sino una auténtica declaración de intenciones que se perpetró con un rito blasfemo. Por más que sus lágrimas y desesperación demandaban el auxilio


de los sirvientes, estos lo creyeron loco y fue encerrado en un sanatorio. Es cierto que nunca le faltaron las atenciones más delicadas y los mejores servicios, pues su patrimonio así se lo


permitía. Sin embargo, la tristeza se apoderó de él y nunca más se supo de aquel tahúr que le arrebató el tesoro más preciado del mundo: el tiempo. Ese del que tan mal uso hacemos, en


ocasiones, sin ser conscientes de que no se vive más y mejor por cumplir muchos años con dinero, sino imprimiendo vida a los pocos o muchos años de existencia que tengamos. Esa es la


herencia que Dios te dio. ¿Cómo la estás aprovechando?