
Juan Antonio Ruescas: Inmortalidad | Ideal
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Otra vez el suceso inmediato de la Semana Santa, y otra vez el que algunos, tal vez inquietos mentales, pretendamos aportar algún toque –con el ... de las trompetas y tambores– de cierta
fundamentación intelectual, pensante, al singular acaecimiento. En definitiva, todo el morir y resucitar de Cristo se funda sustancialmente en la perspectiva de salvación en inmortalidad,
precisamente, de resurrección. Pablo de Tarso, si Cristo no resucitó, si no resucitaremos nosotros, vana es nuestra fe. Llanamente, si no se da inmortalidad, todo nuestro cristiano proceder
es absurdo, un sin sentido. No hace falta concretar en nombres y culturas desde una máxima antigüedad, para constatar la mantenida creencia en la inmortalidad. Es una referencia, un dato
histórico no precisamente de rigor apodíctico, pero ocurre que en ese mismo referente o catálogo de extensa cultura de la Humanidad, se da así mismo un pensar selecto 'científico'
o filosofante en la tal inmortalidad como adscrita a la naturaleza misma del homo sapiens, es decir, en referencia a su humana constitución, a un componente no meramente material o corporal,
que de plurimas maneras ha sido denominado, el ánima. La consideración de esa alma humana como inmortal por siglos de nuestra cultura occidental ha venido siendo muy notoriamente cuasi una
tesis sólida y firme. No hay tampoco que citar nombres y fuentes para admitirlo. Ahora bien, si eso ha sido un pensar tradicional y la resurrección quedaba 'resuelta' en virtud de
esa alma espiritual perdurable, nos encontramos también con cierta modernidad crítica que mantiene la inviabilidad de tal 'separación' de lo espiritual del alma en el
'resurgir'. ¡Caídos los palos del sombrajo! Mas vayamos a más aquilatar y podemos hallar que la inmortalidad en cuestión no dependa de sola el alma. Mención bíblica de ésta apenas
se da –en el pasaje evangélico sobre 'abnegación', los sinópticos Mateo y Marcos dicen «perder el alma» pero ya Lucas difiere diciendo «perderte a ti mismo»– y resulta que en las
definiciones dogmáticas católicas nunca se menciona a esa alma inmortal sin ser de fe la creencia en ella, sino simpliciter en 'resurrección' del modo que sea, y, claro, eminente y
paradigmática la de Cristo cuya celebración culmina la Semana Santa. Pero consecuente al simple meditador, más al creyente, ¿qué le es adecuado pensar cuando se dice del difunto que
descanse en paz y en su tumba se ponen flores? Sencillamente, son maneras de una cultura o tradición popular, como las de otras religiones, mas es de todo punto congruente el adoptar, poseer
una idea razonada sobre inmortalidad. Puede ser radicalmente la del plano rechazo, la de no admitir ningún 'más allá'. Pero también, consentáneo con las propincuas celebraciones,
tener una repensada noción sobre inmortalidad. Evidentemente, se tratará de una creencia fundada, mas a una, de un responsable pensar. Y todo en fe queda concreto, resumido, en admitir una
'resurrección' sin determinación alguna científica o demostrada, sino obtenida por dádiva divina gratuita, según puntualizan teólogos ilustres. Y si Cristo, según el Evangelio, se
confundió resucitado con los discípulos que caminaban hacia Emaús, no cabe rechazar en fe una resurrección también de lo corpóreo, 'de la carne', resurrección del 'último
día'. Y en importante advertencia, el carácter de linealidad de este tiempo en que estamos situados en cosmos de galaxias para una posteridad ultramundana. Los humanos habremos de
contar con otra 'línea' de tiempo no tiempo, o sea, con la atemporalidad inherente a inmortalidad, do la muerte nos traspone. En fin, más allá de creencia o increencia, una
posición de competente intelectualidad comenzará por atender al intrincado asunto de cuerpo y alma siempre acuciante. Distinguirá ciertas funciones y actos de alma que parecen depender no
sustancial sino condicionadamente de lo neuronal y corpóreo. Esa exepción de lo material da pie para excogitar, suponer, al menos exigitivamente, una perduración de inmortalidad.