Kissinger en Badajoz | Ideal

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Solo conozco un caso de contradicción más flagrante que el del socialista extremeño ese que tras protagonizar el aforamiento más rápido de la historia de ... la humanidad se ha colocado


pimpante ante los micrófonos para gritar que hay que eliminar los aforamientos de una maldita vez. Digo que viví un caso aún más hiperbólico de autorefutación y lo sufrí en mis propias


carnes. Lo he contado alguna vez y figura en un capítulo del tercer volumen de mis memorias, pero ahí va de nuevo. Sucedió en el patio del colegio durante un partido de baloncesto en el que


incomprensiblemente jugaba el arriba firmante. Mi equipo malvivía por la cancha con escaso criterio para el pase y la selección de tiro. La pelota nos quemaba y cada uno hacía la guerra por


su cuenta cuando, de repente, se alzo la voz de la cordura y habló por la boca de mi amigo Carlos. «Vamos a tranquilizarnos», nos pidió mientras movía las palmas de las manos de arriba a


abajo como si botase dos balones invisibles. En ese momento, el balón llegó a mis manos y recordé la exhortación de Carlos, así que no dude en pasárselo. Nada como madurar la jugada y elegir


el momento oportuno para lanzar a canasta, me dije. Carlos recibió el balón casi a media pista, botó una vez (o ni eso) y se lanzó un triple de nueve metros que no tocó ni el aro. Con dos


pelotas. El haz lo que yo diga pero no lo que yo haga ha alcanzado una cumbre muy difícil de superar en el caso del tal Miguel Ángel Gallardo, un político que ha dejado su apellido a la


altura del betún. Escucharlo despotricar contra los aforamientos después de marcarse una maniobra más grosera que peerse en misa para conseguir el aforamiento es rebasar los límites del


cinismo, y miren que los políticos los han puesto a la entrada de Plutón. El debate de los aforamientos está pendiente desde hace muchos años aunque a algunos les parezca meterse en un


jardín innecesario. Someter a un fuero especial, distinto al ordinario, a determinados cargos públicos tiene una razón política y doctrinal cuya explicación excede los límites de esta pieza


y aún más los de mis entecas sabidurías jurídicas, que desde luego me alcanzan para aterrorizarme cuando me entero de que existen más de un cuarto de millón de personas en España


susceptibles de estar aforadas, entre ellas más de 2.000 políticos. El aforamiento ha de proteger al cargo no a la persona, pero el instrumento lleva muchos años pervertido y manoseado hasta


que el pirateo de esta semana lo ha convertido en un recurso estupefaciente en manos de un partido desnortado, que ha permitido la broma del tal Gallardo, del que Kissinger habría dicho


–aunque no lo dijo él– aquello de «es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». Con perdón.