El papa francisco y los mayores | ideal

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Tenía la intención de dedicar esta columna a las personas mayores en nuestra sociedad y la necesidad de introducir definitivamente, tanto en las agendas públicas ... como privadas y para


todas las edades, el fomento de una adecuada educación sobre el proceso de envejecimiento, junto con un impulso sostenido, dentro y fuera del ámbito familiar, de las relaciones


intergeneracionales. Y esta necesidad surge de la constatación de que los derechos de las personas mayores no están suficientemente protegidos por los mecanismos de derechos humanos, la


comunidad internacional, los gobiernos y la sociedad civil, como vienen avisando los expertos. Se parte de un error: que se asocia la vejez con dependencia, fragilidad y deterioro físico y


mental. Y de ahí a llegar al llamado 'edadismo', que significa la discriminación de las personas por razón de su edad. Un informe de las Naciones Unidas sobre el asunto calcula que


una de cada dos personas en el mundo tiene actitudes discriminatorias por razón de edad y que la consecuencia de tales comportamientos genera problemas mentales y físicos en las personas


vulgarmente llamadas mayores. De tal manera que la OMS y otros departamentos y demás oficinas de la ONU se han comprometido a luchar con esta lacra, que afecta a los derechos humanos y


realizar evaluaciones periódicas con el fin de erradicar lo que han titulado como «una sigilosa pero devastadora desgracia para la sociedad». En este punto estaba, cuando he recibido la


noticia del fallecimiento de su Santidad el Papa Francisco, el cual ha hablado en muchas ocasiones sobre este asunto, llamando la atención sobre el trato que merecen los mayores. Uno de sus


llamamientos más frecuentes ha sido que «La política, llamada a proveer a las necesidades de los más frágiles, no se olvide precisamente de los ancianos, dejando que el mercado los relegue a


'descartes improductivos'. No podemos sacarlos de la agenda de nuestras prioridades». Y esto es así porque los ancianos son «raíces que los más jóvenes necesitan para llegar a ser


adultos». No vaya a suceder que, a fuerza de seguir a toda velocidad los mitos de la eficiencia y del rendimiento, seamos incapaces de frenar para acompañar a los que les cuesta seguir el


ritmo. Por favor, mezclémonos, crezcamos juntos. Como muchos expertos, Francisco exhorta: «Necesitamos una nueva alianza entre jóvenes y ancianos, para que la linfa de quien tiene a sus


espaldas una larga experiencia de vida irrigue los brotes de esperanza de quien está creciendo. En este intercambio fecundo aprendemos la belleza de la vida, construimos una sociedad


fraterna, y en la Iglesia permitimos el encuentro y el diálogo entre la tradición y las novedades del Espíritu». Y añade: «Hermanos, hermanas, la Palabra divina no nos invita a separar, a


cerrarnos, a pensar que podemos hacerlo solos, sino a crecer juntos. Escuchémonos, dialoguemos, sostengámonos recíprocamente. No olvidemos a los abuelos y a los ancianos. Muchas veces,


gracias a una caricia suya hemos vuelto a levantarnos, hemos reanudado el camino, nos henos sentido amados, sanados por dentro. Ellos se han sacrificado por nosotros. Crezcamos juntos,


vayamos adelante juntos. El Señor bendecirá nuestro camino».