
España neutral, cartagena en guerra | la verdad
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Cartagena amanecía el 21 de junio de 1916 con una sensación extraña, casi eléctrica. Desde el semáforo del monte Galeras llegaban noticias inquietantes: un objeto ... oscuro, perfilado en el
horizonte, se aproximaba hacia la bocana del puerto. A las 4.30 de la madrugada, bajo el primer resplandor del alba, los vigías confirmaron lo impensable: un submarino alemán —el temido
U-35— había penetrado en aguas cartageneras, sin previo aviso, en plena Primera Guerra Mundial, cuando España había declarado su neutralidad. La llegada de este coloso sumergible, el más
mortífero de los mares por tonelaje hundido, no era casual. Tampoco respondía, como se fingió, a una supuesta avería. El U-35 venía con una misión precisa, que combinaba estrategia,
propaganda, espionaje y un desafío diplomático de alto voltaje. El puerto de Cartagena, con su arsenal, sus almacenes, sus buques mercantes alemanes internados y su débil control
gubernamental, se había convertido en una tentación demasiado valiosa para la inteligencia naval del Káiser. Al mando del sumergible se encontraba Lothar von Arnauld de la Perière, el as de
los U-Boot, que no solo ejecutaba su guerra bajo las olas, sino que dominaba con elegancia la superficie diplomática. En cuestión de minutos, el U-35 se atracó junto al mercante alemán Roma,
internado en el puerto desde el inicio de la guerra, y comenzó una frenética operación de carga y descarga: frutas, víveres, lubricantes, medicinas... y algo más. Porque aquellas supuestas
medicinas escondían ampollas con ántrax y 'glanders', bacterias mortales destinadas a sabotear caballerías aliadas, un gesto más de la oscura guerra de espías que se libraba
silenciosamente en suelo español. Un escenario que tendría a Cartagena como su epicentro más peligroso. Las normas internacionales dictaban que ningún buque beligerante podía permanecer más
de 24 horas en un puerto neutral, y menos aún recibir suministro o asistencia. Pero aquello era letra muerta en una ciudad fascinada por los oficiales alemanes, a los que se vitoreaba por
las calles. Von Arnauld, impecable en su uniforme, firmaba dedicatorias con frases como «Somos invencibles» o «No somos dueños de los mares, pero paseamos por ellos». Una de ellas quedó
grabada en el libro de visitas del Gran Hotel. La jornada se transformó en un espectáculo público: visitas de cortesía al vicealmirante Márquez de Prado, recepciones en el Ayuntamiento,
desfiles espontáneos de simpatía germanófila... El propio cronista municipal, Federico Casal, anotaba con asombro el fervor cartagenero hacia aquellos hombres de acero. La neutralidad
española se diluía entre brindis y vítores. NO TODOS ESTABAN CONFORMES Desde una habitación del Gran Hotel, Federico Montaldo, médico naval e inspector higienista, contemplaba con
indignación lo que calificó como una «fiesta hispano-alemana escandalosa». Alarmado por las consecuencias que aquello podría acarrear para la ya frágil neutralidad de España, escribió una
carta «particular y muy reservada» al presidente del Gobierno, el conde de Romanones, alertando de la gravedad de lo que allí ocurría. Romanones, ya presionado por los embajadores británico
y francés —furiosos por los reiterados casos de colaboración española con submarinos alemanes en Cartagena— estalló en cólera. España estaba al borde del conflicto. Los aliados hablaban de
represalias. Y en los cenáculos de Madrid se susurraba que Cartagena se había convertido en «una base no oficial de la Kaiserliche Marine». Y no era solo una impresión. Wilhelm Canaris,
joven oficial de inteligencia del Káiser y futuro jefe de la Abwehr nazi, había hecho de Cartagena su cuartel general oficioso. Desde un chalet de Barrio Peral y con la ayuda de agentes
alemanes residentes, organizaba una red de suministro y espionaje para los submarinos del Reich. Usaba los mercantes Roma y Caesar como almacenes flotantes, mantenía contactos con militares
locales y controlaba una red de vigilancia de tráfico marítimo que transmitía datos clave a Berlín. Canaris logró incluso burlar una orden de captura. Disfrazado de chileno bajo el nombre de
Reed Rosas, se refugió en el Gran Hotel mientras esperaba su evacuación. En septiembre, el U-35 regresaba a Cartagena, no solo para nuevas «misiones especiales», sino para recoger
discretamente a Canaris, que embarcaría clandestinamente en Cala Salitrona y pondría rumbo a Cattaro. La operación, ejecutada con precisión y silencio, fue un éxito que mereció para Canaris
la Cruz de Hierro de Primera Clase. Pero las consecuencias continuaban. Las aguas cercanas a Cartagena se llenaban de pecios humeantes. Entre octubre de 1916 y 1917, los submarinos alemanes,
especialmente el U-35, torpedearon una cincuentena de buques en la franja marítima entre Cabo de Palos e Isla Grosa, muchos de ellos dentro de aguas jurisdiccionales españolas. Los más
notables: el Doris, el Lilla, el Despina Michelinos, el Alavi o el vapor español Francolí. La diplomacia española se vio obligada a abrir investigaciones, pero los expedientes se perdían en
declaraciones contradictorias, testimonios desaparecidos y una clara voluntad de diluir responsabilidades. Las órdenes desde Madrid eran tajantes: evitar que se demostrara que los
hundimientos se producían dentro de aguas nacionales. El miedo a una intervención aliada crecía al mismo ritmo que las sombras en el fondo del mar. Cartagena, mientras tanto, seguía su vida
entre rumores, espías disfrazados, telegramas cifrados y oficiales de uniforme paseando por la calle Mayor. Había quienes preferían ignorarlo. Otros, como Montaldo, lo denunciaban a
escondidas. Pero lo cierto es que Cartagena libraba su propia guerra, soterrada y estratégica, en los márgenes de la Gran Guerra europea. Y así, mientras España proclamaba en voz alta su
neutralidad, en las entrañas del puerto cartagenero se jugaban partidas que habrían podido cambiar su destino y el de todo el país. Porque si hubo una ciudad española que rozó el abismo de
la guerra mundial, esa fue Cartagena. Una ciudad neutral... en guerra.