Elogio de la elegancia | la verdad

Elogio de la elegancia | la verdad


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Son días confusos, lo reconozco. No es fácil estar pendiente del humito negro o blanco mientras sostengo un catavinos y suena de fondo no los ... acordes de un Jordi Savall, sino la enésima


sevillana que nunca podré bailar en mi vida. Uno sabe que ha nacido para momentos como este, para vivir el cónclave desde la distancia, a la espera de que algún periódico o radio me envíe de


corresponsal al albero de Piazza San Pietro para comentar, como hacen todos los demás, lo poco que sabemos del mundo celestial, para convertir la elección divina en una quiniela deportiva.


Me consuelo, sin embargo, en este fragmento de barra enjaezada, con la botella de manzanilla haciendo un requiebro triste cuando choca con los hielos de la cubitera. No es mal lugar para


hablar del nuevo Papa, para pensar sus decepciones y aciertos. No es mal lugar, me digo en el quinto trago, con el meñique rígido, para darme cuenta de que quedan pocos hechos objetivamente


elegantes en el mundo. Y la muerte y nacimiento de un Papa lo son. Y beber en la Feria de Abril, en mayo, también. Pienso en la elegancia, en el resquicio de civilización que va quedando,


cada vez menos, en el esfuerzo que hicieron los hombres y mujeres del pasado por dejarnos un mundo más hermoso, más estético, donde cada fórmula, desde la vestimenta hasta los gestos y el


comportamiento, cobran un sentido superior. Este no es un elogio al ayer, por supuesto. La fuerza que impulsó el baldaquino de Bernini en el Vaticano también distribuyó a miles de soldados


por Europa en la guerra de los Treinta Años. Cada época sostiene sus luces y sus sombras. Pero la nuestra. ¡Ay la nuestra! ¿Qué fórmulas dejará en el mañana si todo se reduce a la


insignificancia? La Feria de Abril es un resquicio, una grieta del tiempo que se cuela en nuestros días y resiste a los aires modernos. Al igual que los cónclaves. Toda la parafernalia del


mundo que alguna vez tuvo sentido vuelve a cobrar su valor durante unos días. Ha de morir un Papa para que se produzca. Ha de llegar la primavera para que se consuma esta ciudad vibrante de


casetas, farolillos y música. Vida y muerte, tan cerca, tan necesarias la una de la otra. Tanto al cónclave como a la Feria le llueven las críticas, le arrecian los puñales vestidos de


anacronismos. Son fósiles de otro tiempo, dicen, como si eso fuese un insulto. Para alguien como yo que pisa las calles leyendo el pasado en las aceras, nada puede funcionar mejor que lo


cristalizado en el calendario, lo que no cambia, lo que vuelve una y otra vez, puntual, resistiendo las modas, siendo superior a la propia vida del ser humano. LA FERIA DE ABRIL ES UN


RESQUICIO, UNA GRIETA DEL TIEMPO QUE SE CUELA EN NUESTROS DÍAS Y RESISTE A LOS AIRES MODERNOS Tildan a los hechos vaticanos y feriantes de un anquilosamiento supino, de clasismo. Vierten


sobre ellos la máxima de las penas. Lo anacrónico, lo viejo. Llevo las suficientes copas de manzanilla para escribir algunas certezas, para saber que estoy en el lado correcto de la historia


si digo que los cónclaves y esta feria andaluza sostienen la elegancia en un mundo que ha perdido las formas, que se ha dejado las maneras educadas por el camino. En una sociedad en la que


no se valora vestir bien, ni las estrictas normas de cortesía, ni, qué sé yo, ceder el asiento a los mayores en el bus, o dejar salir antes de entrar, el dar las gracias; en un mundo ajeno a


la urbanidad, donde el arte cada vez está más arrinconada en los museos, pero no en la cotidianidad de nuestras vidas, ni en las aulas, ni en las oficinas, ni en ese marasmo de calles y


callejones que es internet, celebro que durante esta semana haya dos puntos en Occidente que se esfuercen por rendir culto a la belleza. Lo considerará clasista. Incluso alguno pensará que


pervierto la esencia de los vientos de cambio que han traído las últimas décadas, las agendas 2030, 2050 y demás colorines institucionales. Pero mi discurso no es político. Se trata


simplemente de estética, de ver gente bien vestida que se cree la tradición de sus mayores, que decide pasárselo bien llevando la noche en la chaqueta y el día en las flores del pelo. Hablo


de un grupo de octogenarios que pretenden acertar con la elección pero que, mientras tanto, le dicen al mundo que las formas importan, que las tradiciones pesan, pero no asfixian, si saben


actualizar, que no destruir. Lleno el último catavinos cuando aparece el humito blanco sobre los tejados de Roma y las gaviotas se impacientan. El cardenal Prevost, gritan los feriantes.


León XIV. Un Papa que se viste de Papa. Pasarán muchas Ferias de Abril antes de que algún periódico o radio me mande a cubrir un cónclave. Mientras tanto, piso otros alberos, mantengo otras


tradiciones, celebro la elegancia allá donde esté, allá donde la dejen respirar. Y le diré a quien me lea, a quien me escuche, que nunca renunciaré a la belleza. Por eso existen las ferias.


Por eso se encierran estos señores bajo las figuras desnudas de un 'Juicio final' pintado por un tal Miguel Ángel.