
La ayuda que mi familia recibió del programa de cuidados terminales
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Estaba sentada a la mesa del comedor, en el lugar que había sido de mi padre desde mi infancia. Por fuera, escuchaba tranquilamente a la enfermera y llenaba minuciosamente los formularios.
Sin embargo, en mi interior había una lucha. Sentía el peso de tomar una gran decisión al ser la cuidadora principal de mi padre: había llegado el momento de que mi adorado papá recibiera
cuidados terminales. Cuando tomé un descanso de completar los formularios correspondientes, mis ojos se detuvieron en el zapatito de bebé de bronce de papá, que estaba en un armario cercano.
El zapato era el símbolo del comienzo de la vida, y los formularios de cuidados terminales anunciaban el final. El ciclo de una vida de 94 años llegaba a su fin. Se me partió el corazón.
Una persona ingresa a un programa de cuidados terminales debido a un problema de salud concreto, y el tratamiento de ese problema se interrumpe en el momento del ingreso porque los cuidados
terminales no se ofrecen con el fin de curar, sino para reconfortar. Papá tomaba un medicamento para aliviar los síntomas de la enfermedad de Alzheimer (pero no para curarla, ya que no hay
cura) que debía suspender de acuerdo con las normas del centro de cuidados terminales, pero suspenderlo lo habría hecho sentir mucho más incómodo y se habría dificultado más su cuidado. Papá
también padecía una insuficiencia cardíaca congestiva en etapa avanzada por la que podía recibir cuidados terminales. De modo que lo ingresaron con ese diagnóstico, y no fue necesario
suspender ninguno de sus medicamentos para la demencia. Si bien los cuidados terminales están destinados a las personas cuya expectativa de vida es inferior a seis meses, francamente no
creía que papá fuera a morir tan pronto. No podía ni imaginármelo, después de cuidarlo durante más de diez años. Pero sabía que el programa le ofrecería lo que necesitaba. Además, sabía que
nos brindaría más apoyo a mis hermanas y a mí en nuestra difícil labor de cuidadoras mientras afrontábamos nuestros propios miedos y nuestro dolor. Sabíamos que moriría en casa y queríamos
estar lo más preparadas posible. No me imaginaba que viviría solo cuatro meses más y que los cuidados terminales serían un recurso esencial. TOMAR LA DECISIÓN Unos meses antes de que papá
comenzara a recibir cuidados terminales, mientras mi sobrino y yo lo acomodábamos en su sillón reclinable después de un breve paseo, me incliné para darle un abrazo y un beso. Le pregunté si
estaba bien. “Sí, hija mía”, dijo con una voz alta y clara, como para confirmar con orgullo que sabía exactamente quién era yo. Casi me estalla el corazón de alegría. Hacía mucho tiempo que
no me reconocía con tanta claridad. Era obvio que se sentía a salvo, querido y rodeado de los suyos. Queríamos que se sintiera así hasta el final. Felizmente, mi padre había expresado sus
deseos sobre el final de su vida en conversaciones y en su testamento vital, mucho antes de que la enfermedad de Alzheimer le impidiera formularlos o compartirlos. Quería que papá muriera
según sus propios términos. Nos correspondía a mí, como apoderada, y a mis hermanas interpretar esos deseos y hacer planes de acuerdo con ellos. Mi padre vivió conmigo seis años, y nuestra
familia se dedicó a mantenerlo lo más cómodo y tranquilo posible. Mi hermana Linda y yo nos encargábamos de casi todos sus cuidados con la ayuda de una serie de cuidadores remunerados,
médicos, enfermeros, técnicos de radiología y laboratorio y terapeutas que venían a casa. Dado que papá era veterano, nuestro equipo incluía atención primaria a domicilio de la
Administración de Veteranos. Nos centramos en tratamientos y cuidados personales que hicieron que papá se sintiera mejor hasta sus últimos días con masajes, natación (hasta que tuvo miedo de
meterse en la piscina), reiki, acupuntura, aromaterapia, películas musicales, Lawrence Welk y una ducha caliente diaria (el momento más agradable para él en todo el día). Continuamos con su
medicación para aliviar la ansiedad y atenuar los síntomas de la enfermedad de Alzheimer, y tratamos los trastornos que le causaban malestar físico (como una infección). Para cumplir sus
deseos, colgamos en el refrigerador una orden de “No resucitar” de color anaranjado brillante.