Rodrigo blanco calderón: larga vida a la novela corta

Rodrigo blanco calderón: larga vida a la novela corta


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«Alrededor de 1960, entre los narradores jóvenes que se lanzaban al trabajo literario, la forma que encarnaba la máxima aspiración estética, el modelo de toda perfección narrativa, no era ni


la novela ni el cuento, sino la novela breve», explica Juan José Saer en ... su prólogo a las novelas breves de Juan Carlos Onetti.  Esta situación cambiaría en el transcurso de la década:


«El género de ‘la gran novela de América’, patética superposición de estereotipos latinoamericanos destinada a conquistar el mercado anglosajón, plegándose en el contenido y en el formato a


sus normas comerciales, desalojó de las librerías a los discretos y admirados volúmenes de alrededor de cien páginas que perpetuaban tantas obras maestras». Aunque no comparto esta visión


mercantilista y anglófila del Boom de la novela latinoamericana, con ese tonito tanguero de pobre pero honrado, sí es cierto que la novela breve, después de ese también breve reinado que


recuerda o quizás se inventa Saer, sigue siendo la hermana pobre de la literatura. Incluso el cuento y la poesía tienen espacios mejor delimitados de producción y difusión que esa cosa


intermedia, ni cuento ni novela ni poema, que sería la novela breve. Según afirman quienes saben de estas cosas, las novelas breves, en el Siglo de Oro español y el Renacimiento italiano,


construyeron su espacio en medio de historias mayores que funcionaban como marcos para explicarlas. Es decir, que desde sus manifestaciones más antiguas las novelas breves eran espurias,


meandros menores que se apartaban de las grandes corrientes del relato. Pienso en autores como César Aira, Mario Bellatín, Annie Ernaux, Eduardo Halfon o Mircea Cartarescu... Terneritos que,


por distracción o rebeldía, se descarriaban momentáneamente del rebaño. En la época moderna, las novelas breves se han independizado y no necesitan de un relato marco que las absorba, lo


cual las ha vuelto más hurañas, libres, extrañas. De hecho, hay una correlación elocuente entre el grado de experimentación en narrativa y la práctica de la novela corta. Pienso en autores


como César Aira, Mario Bellatín, Annie Ernaux, Eduardo Halfon o Mircea Cartarescu, quienes han construido buena parte de su obra y de su nombre cultivando estos jardines de dimensiones


discretas. En estos casos, la insistencia en el género termina por configurar, con el paso de los años y por acumulación de libros, esa historia-marco faltante. Su empecinamiento deviene en


el campo de referencia que los engloba y justifica. De las novedades editoriales que han aparecido este año y que más me han interesado, varias han sido novelas cortas. Pienso en ‘El informe


sobre Clara’ (La Huerta Grande), de Juan Carlos Chirinos, que continúa el territorio gótico y fascinante inaugurado en su novela ‘Nochebosque’, de 2011. Pienso en ‘Los retratos


desparejados’ (Sr. Scott), de Gonzalo Núñez, donde, a partir de una particularidad de la pintura flamenca del siglo XV, traza una metáfora melancólica y risueña del amor en el siglo XXI. O


en el caso de Rosario López y su obra ‘Todas las lluvias’ (Pie de Página), donde el duelo por la muerte de la abuela, activa en la narradora una mirada serena, sin complacencias, sobre el


dolor y la belleza intrínsecos al hecho de estar vivos.