El Senador | Ideal

El Senador | Ideal


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Al leer a Cicerón se tiene la sensación de que vive en nuestro tiempo aunque su discurso sea milenario. Se disfruta su grandeza a la ... vez que se constatan carencias de hoy. Dominar la


decorosa persuasión es fundamental en la disertación de nivel que exige además no mentir, hablar bien de la mano de una cultura y una educación sobresalientes, y la suficiente retórica con


el propósito de poder influir en la audiencia. E incluso que emerja con cada palabra la sentencia de Publio Terencio: «Soy humano y nada humano me es ajeno». Las intervenciones públicas de


quienes representan a la ciudadanía deben procurar no moldear la realidad a conveniencia, ni manipularla y menos deformarla ya que, como nos han recordado hasta la saciedad, «la mentira más


común es aquella con la que nos engañamos a nosotros mismos» y lleva consigo esta consecuencia principal que indica Nietzsche: «Lo que más me molesta no es que me hayas mentido, sino que, de


aquí en adelante, no podré creer en ti». Y mucho tiene que ver lo comentado anteriormente con el abuso de las ideologías porque se difumina lo esencial: generar valores, que no es poco para


toda candidatura política avalada por ejemplar autocrítica. Sin tal requisito la democracia no deja de ser un mito que temerariamente ofrece vivir en una arcadia feliz (falaz) esperando el


mañana, para mañana volver a decir mañana. La ausencia de implacable autoexamen en los gobiernos democráticos impide avanzar, pues habitualmente el dicho y el hecho se contraponen. La


honradez, a la que con cierta frivolidad se suele aludir, es un mandamiento destinado a la sociedad con aspiraciones de superación que obligan a no ser nunca «antorcha de incendios» reales o


metafóricos. Sin olvidar que con frecuencia es triunfo del decoro ser expulsados o desterrados del espacio escénico oficial, con otras pretensiones, igual que renunciar o despreciar, como


Cicerón, los aplausos dedicados a demagogos, y no los que provengan de ciudadanos excelentes, de la gente corriente, de los humildes, de los olvidados. Acérrimo defensor de la libertad y los


valores de la República, no dudó en denunciar a Marco Antonio por ejercer de dictador tras el asesinato de Julio César, enfrentándose al peor de los riesgos. Por eso Cicerón le dice a la


cara en el Senado: «Haz conmigo lo que quieras, pero reconcíliate con la República. […] desprecié las espadas de Catilina, no he de temer las tuyas. Es más, de buen grado ofreceré mi vida si


con mi muerte puede recuperarse la libertad de Roma». Stefan Zweig, en su ensayo 'Cicerón. 15 de marzo de 44 A.C.', destaca la aversión hacia todo lo público que comienza a


apoderarse del Senador, incluido el desencanto ante un pueblo que prefiere el espectáculo del circo a la libertad pues «para él ya sólo cuenta una cosa: buscar, encontrar y configurar la


suya propia, la libertad interior. Así, Marco Tulio Cicerón, por primera vez en sesenta años, vuelve la mirada a sí mismo, reflexionando tranquilamente, con la intención de demostrar al


mundo para qué ha actuado y para qué ha vivido». Desengañado de los favores públicos y de la esclavitud del elogio, sabedor de que a él igualmente le habían comprado y que las ovaciones


podían convertirse en dagas, optó por liberarse de la 'soledad' diurna y nocturna entregándose a su anhelada conquista: la vida interior, la mirada a un horizonte infinito aunque


su cabeza y sus manos fuesen expuestas en los Rostra del Foro de Roma. La aplastante realidad consiguió que se desprendiese la venda de los ojos de Cicerón: «El maestro de la justicia


terrena ha aprendido por fin el amargo secreto del que al fin y al cabo acaba enterándose todo aquel que se dedica a la actividad pública. Que a la larga no se puede defender la libertad de


las masas, sino únicamente la propia, la libertad interior» (S. Zweig). Pudo esquivar la espada asesina, pero prefirió ser fiel a Roma inmolándose por sus principios. No huyó porque no podía


huir de su gigantesca fortaleza moral ni de sus divinos valores reconquistados, y esperó con la serenidad del sabio a los esbirros de M. Antonio, el tribuno Popilio Lena y el centurión


Helenio, el asesino. No obstante, la ignominia de Antonio y de los traidores de Roma se dio de bruces contra la integridad de Cicerón que llegó hasta este extremo: «No hay nada correcto en


lo que vas a hacer, soldado, pero mátame con corrección». Marco Tulio Cicerón es un potente intelectual de nuestros días. Habría que recordar frecuentemente su lacerante 'memoria',


emulándolo. Necesitamos 'senadores' (políticos en general) dispuestos a ser 'decapitados' y sufrir la mofa de una despiadada escenografía en los vulgares Foros del


mundo. Aquel asesinato es todavía estímulo para «todos los servidores de la ley, para que todos seamos libres», impidiendo que «la ley pueda convertir la injusticia en derecho y también el


mal en bien», en palabras del Senador de Roma. Estamos demasiado acostumbrados a esperar, aun cuando sea excesiva la espera. La palabra de Cicerón, hija de oratoria excepcional, fue


generosa, no más que su silencio. Finalmente liberto, sereno y envuelto en la paz ansiada, descubrió el tesoro de la soledad recóndita y secreta: compañía suprema de la sabiduría. Su gran


lección nos reta hoy: la lucha por la democracia nos puede costar la cabeza, jamás la decencia.