La fila 39 del avión | Ideal

La fila 39 del avión | Ideal


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El azar nos ubicó en la misma fila del avión: la 39. Mi asiento estaba al lado de la ventana, el suyo en el medio, ... y en el pasillo, un chico tan grande que le sobresalían las rodillas.


Ambos eran colombianos y me preguntaron si me había gustado su país. Al escucharme, a mi vecina de asiento, una mujer de unos 60 años, se le puso el gesto de quien quiere llorar pero no lo


hace ya por puro pragmatismo. Dejaba atrás a sus hermanos, sus sobrinos, el sabor del maíz amasado de las arepas, la fruta de colores y texturas inverosímiles, el crujido de la granadilla.


Vuelvo a casa, me confesó resignada con un ligero acento de cerro bogotano que no se le había ido a pesar de los años que llevaba viviendo en España. Se había casado hacía décadas con un


español, que viajaba unas filas más atrás, pero siempre que podía regresaba. El avión empezó a moverse como una oruga torpe y la mujer miró hacia delante. Adónde si no, porque la vida como


los aviones es lo que tiene. Cruzamos de noche el océano desde Bogotá. A punto de llegar a Madrid, me despertó moviéndome el brazo. Olía a café. Hablamos de otros viajes como ese, de la


diferencia horaria, de lo difícil que era volver a veces, dijo el chico, y ella asintió. Pensé en su noción de patria y lo que otros están inyectando día tras día en ese término como un


antídoto contra no sé qué. Tras aterrizar, el chico alto nos ayudó con el equipaje de mano, sacamos el pasaporte y caminamos hacia el control de Policía; él continuaba el viaje hasta Delft,


en Países Bajos, donde estudiaba un postgrado en ingeniería. Espero regresar en Navidad, pero es seguro, dijo sin dejar de caminar. Estos días me he acordado de ellos, cuando Trump ha


prohibido a la Universidad de Harvard admitir estudiantes internacionales revocando sus visados. Sé que es una más en su lista de barrabasadas, pero el problema no está en la presión que


está ejerciendo contra la libertad de enseñanza —la universidad sacará su artillería de abogados y algún juez, su sentido común—, sino en el veneno que esto inyecta en la noción del otro,


algo desconfiado y sibilino que cuestiona tu origen. ¿Pero quién es el otro, mi vecina de asiento, el colombiano altísimo? ¿Quién es ese otro distinto, el otro como amenaza, el otro como


invasor, el otro como usurpador de lo propio, del orden? Mi vecina de asiento era una colombiana con doble pasaporte que va a vivir siempre una vida desdoblada, y él, un futuro ingeniero


políglota. Supongo que por eso escribo sobre ellos, porque al pasar el control de pasaportes de Barajas nos separaban en dos filas, los ciudadanos europeos y los demás, y desaparecimos para


siempre en esa definición.