
Los niños españoles de la viruela que salvaron millones de vidas | ideal
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Inés Gallastegui Martes, 27 de diciembre 2016, 00:04 Salvaron cientos de miles, quizá millones de vidas, pero apenas nadie recuerda sus nombres. Se llamaban Tomás Metitón, Antonio Veredia,
Vicente Sale, Domingo y Andrés Naya, Pascual Aniceto... y así hasta 22. Eran todos varones, pobres y huérfanos. Tenían solo entre 3 y 9 años, pero protagonizaron una de las mayores epopeyas
de la historia de la Medicina. La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna partió de La Coruña el 30 de noviembre de 1803 para llevar a América el suero protector frente a la terrible
viruela, que entonces arrasaba a la población indígena. Pero el remedio no dio la vuelta al mundo en botellas ni en viales, sino en las pústulas que cubrían los cuerpecillos de aquellos
críos, infectados a propósito, y se la iban pasando unos a otros para mantenerlo activo. Llevaron la vacuna a territorios que hoy son Cuba, México, Texas, Venezuela, Colombia, Bolivia, Perú
y Chile, y después prosiguieron viaje hasta las colonias asiáticas de Filipinas, Cantón y Macao, actualmente parte de China. Fue la primera campaña de vacunación global de la historia. «No
solo salvó vidas, sino que creó las primeras estructuras de prevención, las juntas de vacunación, con profesionales formados y protocolos cada vez más sofisticados», afirma Rosa Ballester,
catedrática de Historia de la Ciencia de la Universidad Miguel Hernández de Elche. LA EPIDEMIA * 500.000 niños y adultos fueron vacunados en la expedición entre 1803 y 1810. Es imposible
saber cuántas vidas salvó. * 30% de los infectados por viruela moría. No había tratamiento. Muchos supervivientes sufrieron secuelas. * 1975 es la fecha de la erradicación definitiva de la
Variola major. Un accidente causó una muerte 3 años después. El virus se conserva en dos laboratorios en Rusia y EEUU. Para comprender la gesta de aquellos niños hay que hacer un poco de
historia. El virus Variola major llevaba causando estragos desde la antigüedad. Tan temido era que en algunas culturas no se ponía nombre a los niños hasta que habían pasado la enfermedad.
Uno de cada tres infectados moría y muchos supervivientes quedaban ciegos o desfigurados de por vida por las características cicatrices en la cara. Era una plaga democrática, que mataba por
igual a pobres y ricos, mendigos y reyes: terminó con Luis XV de Francia, el zar Pedro II y María de Inglaterra, poniendo un abrupto fin a la dinastía de los Estuardo. En la Europa del siglo
XVIII, la viruela tomó el relevo de la peste, azote del continente en el medievo. Fue incluso peor en América: mientras en el Viejo Continente gran parte de los adultos estaban inmunizados
por haber pasado la enfermedad en la infancia, en los territorios de ultramar el virus, que llegó con la conquista, provocó un auténtico colapso en aquella población virgen. Algunos
historiadores calculan que la enfermedad y la guerra redujeron los 14 millones de habitantes del imperio inca a 1,5 en dos siglos. El médico inglés Edward Jenner descubrió la vacuna en 1798,
basándose en la variolización, que algunas medicinas asiáticas practicaban desde antiguo: tras observar que las ordeñadoras de ganado, en contacto permanente con la viruela vacuna mucho más
benigna, nunca enfermaban de la variante humana de la infección, inoculó en el brazo del niño James Phipps el pus de las vejigas de una de ellas. Después comprobó que había quedado
inmunizado. Imbuido del espíritu de la Ilustración, el médico personal de Carlos IV, Francisco Xavier Balmis, convenció al rey para organizar la expedición, que pese a su complejidad estuvo
lista en unos meses. Dado el fracaso de anteriores intentos de transportar el virus en cristales lacrados y la dificultad de navegar con vacas enfermas, el procedimiento consistió en
trasladar el agente patógeno en humanos, manteniéndolo vivo de brazo en brazo: se inoculaba con un leve pinchazo a dos niños cada vez y, al cabo de una semana, se utilizaba el líquido de sus
vejigas para contagiar a otros dos. Eso les dio un margen de casi tres meses para cruzar el Atlántico. La expedición sufrió muchas vicisitudes. Tras dividirse en dos en Venezuela, en el
grupo liderado por Balmis la cadena de vacunación estuvo a punto de romperse por falta de niños y el cirujano alicantino decidió comprar tres esclavas negras en La Habana. Los 22 primeros
vacuníferos se quedaron en México y allí fueron reclutados otros 26 pequeños, previo pago de una compensación a sus padres. El trayecto hasta Filipinas a bordo del San Antonio, un barco de
pasajeros, no fue precisamente un crucero. El médico se quejaba del trato recibido por los portadores de la vacuna, malnutridos y hacinados en la santabárbara con ratas enormes. A pesar de
todo, cumplieron su misión en Manila y continuaron viaje a Macao, donde un tifón desmanteló la fragata Diligente. A la expedición encabezada por el doctor José Salvany le tocó la peor parte:
pasó muchas penalidades para atravesar los Andes peruanos en dirección a Lambayeque, donde la población rechazó la vacuna, al considerar al médico un anticristo. Los vacuníferos tuvieron
que salir por piernas, perseguidos por una horda de indígenas enfurecidos. Salvanys murió de malaria en Cochabamba en 1810, olvidado por todos. Otra heroína de esta misión fue Isabel Zendal,
rectora en la Casa de Expósitos de La Coruña, que con sus cuidados y desvelos se convirtió en la madre que aquellos huérfanos no tenían. La Organización Mundial de la Salud (OMS)la reconoce
como la primera enfermera en misión internacional. Al terminar la expedición, se quedó a vivir en Puebla con su hijo. Para entonces Balmis, que había regresado solo dejando atrás a niños,
sanitarios y marinos, llevaba años tan ricamente instalado en Madrid. Él se llevó la gloria. Un legado universal El director de la Cátedra Balmis de Vacunología de la Universidad de
Alicante, José Tuells, resalta que la creación de las juntas de vacunación en América fue el principal legado de aquella expedición científica. «No es casualidad que América sea el
continente que antes ha erradicado la viruela, la polio y el sarampión», afirma Tuells, que prepara la que será la más completa biografía de su paisano. A su juicio, uno de los principales
aciertos fue que en aquellos organismos participaran no solo los gobernadores de las colonias, sino la iglesia que desde los púlpitos animaba al pueblo a pincharse y personal sanitario
local, fuera europeo, criollo o indígena. El epidemiólogo admite que el fin de la misión no era solo filantrópico: a la Corona no le interesaba que la terrible plaga matase a la fuerza de
trabajo del imperio. La profesora Ballester recuerda que tuvieron que pasar más de cien años para que, ya en el siglo XX, la Sociedad de Naciones pusiera en marcha nuevas campañas globales
de salud pública. ¿Qué fue de los niños-vacuna? A diferencia de los pequeños reclutados en territorio americano y asiático, que antes o después fueron devueltos a sus padres, los huérfanos
no regresaron a su tierra. Dos murieron. Los demás malvivieron en un asilo para pobres. Algunos tuvieron la suerte de ser adoptados por familias mexicanas. José Tuells asegura que Balmis
trató de ayudarles y luchó para que fueran repatriados. Sin éxito. Eran tiempos convulsos: en las colonias habían comenzado las revueltas independentistas y España estaba sumida en la guerra
contra los franceses. El rey olvidó sus promesas de cuidar y proteger a aquellos pequeños, convertidos en héroes involuntarios. La escultura que recordaba la gesta de los niños de la vacuna
en el puerto de La Coruña desde el bicentenario de su partida, en 2003, fue desplazada hace unos años por una estatua de la Virgen. Reporta un error