La indiferencia en la era de la hiperconectividad | la verdad

La indiferencia en la era de la hiperconectividad | la verdad


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Vivimos en una época de acceso sin precedentes a la información. Desde cualquier rincón del planeta, una persona con conexión a internet puede conocer en ... tiempo real lo que ocurre a


miles de kilómetros. El genocidio en Gaza, la invasión de Ucrania, las deportaciones masivas de migrantes, la muerte de niños en campos de refugiados o en bombardeos... son realidades


atroces que se transmiten en directo por redes sociales, medios de comunicación y plataformas digitales. La violencia se retransmite en tiempo real. El dolor circula junto a recetas de


cocina, campañas de maquillaje y memes de gatos. Vemos imágenes desgarradoras y, lejos de conmovernos, cada vez reaccionamos menos. Parece que nos informamos, sí. Leemos titulares, vemos


imágenes, compartimos publicaciones. Pero, más allá de eso, no hacemos mucho. Y si lo hacemos, se limita a gestos simbólicos: un tuit o un 'me gusta'. Lo más alarmante: ya ni


siquiera nos sorprende. El horror ha perdido su capacidad de conmovernos. Esta suerte de anestesia colectiva frente al sufrimiento ajeno no es nueva, pero en el contexto actual ha alcanzado


niveles alarmantes. Aparece una paradoja dolorosa: cuanto más sabemos, menos sentimos. Cuanto más visible es la tragedia, más inmune parece volverse nuestra conciencia. Una de las causas más


evidentes de esta indiferencia es la saturación. Cada día somos bombardeados con imágenes de violencia y desesperación. En cuestión de minutos, vemos cuerpos mutilados en Gaza, niños


congelados en la frontera entre México y EE UU, civiles ucranianos huyendo, mujeres afganas condenadas a la invisibilidad... La magnitud del dolor global es tan abrumadora que se vuelve casi


imposible de asimilar. Para protegernos, desconectamos. Figley denominó este fenómeno «fatiga por compasión», un agotamiento emocional que afecta especialmente a quienes se exponen


constantemente al sufrimiento ajeno. Aunque originalmente referido a profesionales de la salud y trabajadores humanitarios, el concepto se ha ampliado para describir lo que ocurre cuando una


sociedad entera se enfrenta de forma continua e impotente a la tragedia. El resultado es una desconexión afectiva progresiva, una defensa psíquica ante la impotencia. El exceso de


información no genera necesariamente más conocimiento ni compromiso. En 'Ceguera moral' (2015), los sociólogos Bauman y Donskis advierten que la constante exposición al dolor


termina por desactivar nuestra capacidad de respuesta. La circulación incesante de imágenes trágicas corre el riesgo de generar una especie de entumecimiento ético, una forma de desafección


cuidadosamente administrada. Como si el sufrimiento, al volverse excesivamente visible, perdiera capacidad de conmovernos. Este se ve amplificado por la lógica del consumo digital. En redes


sociales, las imágenes de niños muertos pueden aparecer entre un vídeo humorístico y una lección de bricolaje. El algoritmo no distingue entre lo banal y lo trágico. Esta yuxtaposición de


contenidos degrada la gravedad de los hechos, reduciéndolos a estímulos en la economía de la atención. La exposición constante al horror, sin contexto ni profundidad, convierte la tragedia


humana en ruido de fondo. Se erosiona así la capacidad de distinguir entre lo excepcional y lo cotidiano, entre lo intolerable y lo asumido como inevitable. Jon Sistiaga lo ilustraba hace


unos días en la Cadena SER: mientras Gaza se asemejaba al Gueto de Varsovia —un lugar del que no se podía escapar, bombardeado y sin alimentos—, muchos españoles gastaban 0,99 céntimos para


votar por Israel en Eurovisión. Este contraste entre el espectáculo y el horror real muestra cuánto nos hemos habituado a convivir con la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Ante este


panorama, cabe preguntarse: ¿es posible revertir esta anestesia moral? No hay respuestas sencillas, pero todo intento debe partir del reconocimiento de que la indiferencia no es inevitable.


Es una construcción social, y como tal, puede desarticularse. Para ello, es esencial recuperar el valor de la empatía como principio activo. Formar ciudadanos críticos, capaces de distinguir


entre información y propaganda, entre sensibilización y manipulación emocional, es una tarea urgente. Asimismo, debemos abandonar la idea paralizante de que «no se puede hacer nada».


Existen formas concretas de actuar: apoyar a organizaciones confiables, exigir responsabilidades políticas, denunciar narrativas sesgadas, promover la educación en derechos humanos y


participar en espacios de movilización. La historia demuestra que los cambios profundos no surgen de grandes gestos individuales, sino de muchas pequeñas acciones sostenidas en el tiempo. En


definitiva, la era de la hiperconectividad ha generado una paradoja inquietante: aunque estamos más informados que nunca, nuestra capacidad de respuesta parece menguar. El desafío actual no


es solo informarse, sino evitar que el exceso de información nos convierta en espectadores indiferentes. No podemos permitir que el horror se normalice ni que el dolor ajeno se diluya en el


paisaje digital. La indiferencia puede parecer cómoda, pero nunca es inocente. Lo que sucede en Gaza, Ucrania, en las fronteras o en los campos de refugiados no son «problemas de otros».


Son tragedias humanas. Y si queremos conservar algo de humanidad en esta era saturada de estímulos, debemos preservar la capacidad de sentir, de indignarnos y de actuar. Porque no basta con


saber. Lo importante es lo que hacemos con esa información. Y, sobre todo, lo que no hacemos.