
La importancia de lo público | la verdad
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En el pensamiento político, una de las cuestiones claves es determinar cómo se ha de ejercer el poder. ¿Se ha de respetar la iniciativa privada, ... hasta el punto de que solo se reserven al
poder político espacios de actuación concretos y limitados? O, por el contrario, ¿la intervención del poder político en la vida social y económica ha de ser ilimitada, sin que haya ningún
reducto de la actividad social y económica que no pueda ser invadido por el poder político? Las respuestas a estas cuestiones arrancan siempre de profundas raíces ideológicas. En un extremo,
el liberalismo puro, parte del principio del «dejar hacer, dejar pasar, el mundo va por sí mismo». Para un liberal radical, el Estado no debe intervenir en la vida social y económica. La
mejor empresa pública es la que no existe. Las leyes de la oferta y la demanda deciden qué producir, cómo y para quién. Como decía Adam Smith, habría «como una mano invisible» que
convertiría en bien general el bien del empresario. En el otro extremo, la ideología comunista propugna un intervencionismo total y sin límites, porque no cree en esa mano invisible. Y pone
el acento en las injusticias y disfuncionalidades de la economía de mercado. Será el Estado centralizado el que decida lo que hay que producir, cómo y para quién. En la práctica, ninguno de
los dos extremos es recomendable. El liberalismo puro es como el oxígeno puro: absolutamente irrespirable. Hay que respetar la libre iniciativa privada. Pero el Estado necesariamente ha de
intervenir por dos razones: primera, porque el mercado origina injusticias y disfunciones que hay que corregir. De ahí el desarrollo de una política social que ampare al ser humano en los
momentos en que se encuentre desvalido. Y, segunda, porque hay ciertos servicios y ciertas actividades imprescindibles para la sociedad que no pueden ser valorados con criterios mercantiles
o de rentabilidad, sino en función de su utilidad social. De ahí los grandes pilares del llamado Estado del Bienestar: la Educación, la Sanidad, las pensiones y la asistencia a los
dependientes. Por supuesto, tampoco es aconsejable el otro extremo. La Historia demuestra que un Estado que interviene sin límites en la vida social, termina por no respetar los derechos y
libertades individuales. Además de que los planes económicos centralizados no son económicamente eficaces. El ser humano necesita los incentivos del respeto a su iniciativa, y a la propiedad
privada, y a que la Justicia consista en dar a cada uno lo suyo, y no en que todos seamos iguales. Los administrativistas, mucho más pragmáticos que los grandes ideólogos, hace ya decenios
que diferenciaron tres tipos de actividades del poder público en relación a la sociedad: de policía, de fomento y de servicio público. La actividad de policía implica un control de muchos
aspectos de la vida de los ciudadanos: para pescar, para cazar, para conducir un vehículo de motor, para dividir una finca, para construir, para abrir un establecimiento, etc. el ciudadano
necesita la licencia o autorización administrativa. En la mayor parte de los casos, esta intervención administrativa está justificada. Pero en otros, no. Se está incurriendo en un exceso de
intervencionismo, y a veces, incluso, en arbitrariedades y abusos de autoridad. Todos los liberales tenemos que estar atentos para impedir que progrese la querencia de todo poder político de
gobernar nuestras vidas. Por la actividad de fomento, el poder político articula diversas técnicas, como la subvención o los beneficios fiscales, para favorecer aquellas actividades
privadas que se consideran importantes para el bien común. También tenemos que vigilar esta actividad, porque, a veces, ese juicio sobre el interés general de ciertas actividades privadas
resulta excesivamente subjetivo y arbitrario. Y se utilizan las técnicas de fomento para favorecer a amiguetes. No es fácil decidir con objetividad lo que es útil a la sociedad y lo que no
lo es. Y, de este modo, se producen subvenciones y ayudas mucho más que discutibles. Y, por fin, por la actividad de servicio público, el poder político lleva a cabo una prestación de
utilidad a los ciudadanos, bien en competencia con la actividad privada, bien en régimen de monopolio. Definir este ámbito del servicio público es una de las cuestiones más difíciles de la
política. ¿Dónde debe estar el límite entre la actividad privada y el servicio público? ¿Y en qué servicios públicos cabe la colaboración de los ciudadanos a través de las concesiones o
contratos administrativos? A primera vista, esta reflexión puede parecer excesivamente teórica. Pero no es así. Tiene una gran trascendencia práctica. El apagón del 28 de abril pasado ha
abierto el debate de si Red Eléctrica de España ha de ser nacionalizada, o no. Actualmente, el Estado ostenta sólo el 20% de su capital. ¿Debería adquirir el otro 80%? En mi opinión, Red
Eléctrica de España debe ser nacionalizada, porque es una infraestructura estratégica, y porque su gestión requiere inversiones importantes, que no pueden ser valoradas con criterios de
rentabilidad mercantil, sino de utilidad social. Y esta opinión no contradice en absoluto mis profundas convicciones liberales.